Esto tiene que cambiar, chicos.
Silvina tomó la palabra mientras el grupo seguía encerrado en el cuarto de Bambi. Pablo se acurrucó con su hermano bajo los almohadones y no volvió a salir de allí.
—No podemos seguir paseando por este laberinto de cosas raras sin encontrar algo concreto que le dé sentido a todo esto.
—No todos necesitamos descubrir algo, Silvina. Yo me siento cómoda como estoy —dijo Bambi, con frialdad, aferrándose de nuevo al brazo de Abigail, sin mirar a su amiga.
—¿A quién buscabas en la estación, pichoncita? —dijo Silvina, ignorando el disgusto de Bambi y queriendo indagar más. Silvina tenía alma de detective; nada de lo que estaba pasando en estos meses, incluida la aparición de Bambi, le parecía que podría quedar así nomás, sin ajustar los hilos que unían los hechos hasta que tuviese un sentido para ella.
—A alguien, pero no tengo idea... —contestó Bambi, como al pasar.
—¿Y tú, Bauti? ¿Cómo supiste que Bambi estaba en la estación? —preguntó Silvina, caminando con seriedad hacia la pila de almohadones que cubrían a Pablo y al niño.
—Ni idea, lo supe nada más... —respondió Bautista.
—¿Abigail, cómo es que hablas con Bambi? ¿Me refrescas la memoria? —preguntó Silvina.
—En la cabeza, en mi interior —dijo Abi, siguiendo la caminata de su amiga por toda la habitación sin perderse un solo paso.
—¿Y las paredes pintadas? Porque podíamos verlas solo nosotros. Es más, ¿alguien se acuerda del incidente de las paredes ya?
—La verdad es que, si no lo nombrabas, ni lo recordaba ya —dijo Pablo, saliendo de debajo de la montaña de almohadas, más recompuesto.
—¿Cómo es que Bambi sabe tantas cosas de nosotros?
—Esa es fácil —dijo Bambi—. Porque las sé, y punto.
—Pero no es así la vida, pichoncita. Desde que apareciste, nos estamos tomando las cosas más extrañas y sin explicación con naturalidad. Y lo que más me intriga es por qué, pasados los días, empezamos a olvidar —finalmente, Silvina se sentó para decirlo.
—No aparecí porque quise, Silvina... —dijo la joven, sin inmutarse, como era su costumbre.
—¡Exacto! —Silvina se puso de pie como un resorte.
—No entiendo, amiga... —Abigail estaba confundida.
—Tenemos que saber de dónde vienes y para qué. Esa es la semilla de todo... todo... —parecía que Silvina no encontraba las palabras.
—...este asunto —completó Pablo.
—La tía Pupe... —dijo Bambi.
—...también lo pensé —dijo Silvina, sentándose junto a Bambi—. La tía debe saber; estás en sus fotos de niña en Catamarca.
—Pero de esa vida yo no recuerdo nada...
—No, pero la tía sí debe tener recuerdos. Ella dijo que volvió varias veces a Catamarca.
—...fue a buscar a María de las Angutias —agregó Abigail—. Pero no la encontró. Mi mamá siempre cuenta que hay una casa antigua allá, que está en ruinas, que perteneció a los abuelos de Pupe, y que la última vez que fue, Pupe donó los terrenos a un convento donde se crió.
—Pupe me dio la caja de fotos... —recordó Pablo—. Dijo que yo sabría qué hacer, pero realmente no sé.
Todos se quedaron en silencio. Era algo que le pasaba siempre a Silvina: cada vez que ataba los nudos de algunas pistas, llegaba a un lugar donde no había nada más.
—Hablamos con Pupe varias veces; esquiva las respuestas. Su único interés siempre es proteger a Bambi. Lo mismo pasa con Alba y mi papá; no hay más datos que los que ellos recuerdan y ya nos dieron.
—Ellos no pueden saber mucho; eran muy pequeños cuando la tía llegó —dijo Abigail—. Tampoco quieren hablar mucho de esas épocas; hay mucho dolor y sufrimiento en esas historias.
—...y ese generalmente es el problema con nuestra familia —dijo Bauti—. Todos guardan historias, pasean sobre ellas sin contarlas, y los demás tenemos que andar adivinando. Ya me cansé de eso; hoy se terminó. —Y se puso de pie, dirigiéndose con paso firme al patio donde estaban algunos adultos.
Los demás lo siguieron; no tenían otra idea.
Editado: 31.10.2024