Papiro lo da todo.
Hace un rato que el muchacho está esperando en el despacho de pan de Don Mingo, detrás del mostrador de madera lustrada, usando su chaqueta blanca impecable. Acomoda los billetes en la máquina calculadora.
Es verdad, no es el mejor trabajo del mundo, pero casi, piensa Papiro. Los domingos y algunos días de la semana, cuando Pablo necesita ayuda para amasar las "medialunitas" de los pedidos extra, él va a la panadería y aprende cosas. Eso le gusta. Son cosas simples, como medir las cantidades de ingredientes, cargar las palas de "medialunitas" brillantes que van directamente al horno o limpiar las chapas. Cosas simples.
—Pibe, a las cinco ya cerramos, no queda nada. Pero la verdad, te tengo que decir que sos un excelente vendedor y muy eficiente. Me traés suerte —dice Mingo, palmeando con fuerza la espalda de Papiro, que se sonroja. A Papiro le cuesta aceptar halagos. Sabe que es bueno en muchas cosas y que nunca se rinde hasta que le salen bien, pero de ahí a que lo halaguen por eso, hay un trecho largo.
—Gracias, Mingo... Ya acomodé las chapas para mañana, y dejé en la oficina una planilla que le va a servir para anotar los pedidos.
—La vi, pibe, muy buena... ¿Vas a venir esta semana para las "medialunitas"?
Ahí es donde Papiro se estira como un pavo real. Le encanta que lo necesiten y ser útil. Un poco el tema de las órdenes le molesta, pero en el despacho de Don Mingo, las órdenes son distintas. Todos trabajan a la par, todos hacen todos los trabajos. Él es solo un aprendiz como Pablo, pero ya ha destacado con las cosas de la oficina que Pablo detesta y con el mostrador. La verdad es que el dinero le viene bien, pero lo que le viene mejor es estar ocupado y aprender.
Mingo se marcha arrastrando un canasto vacío que deja en la entrada de la oficinita, y Papiro continúa con su tarea en el mostrador, hasta las cinco, cuando carga su mochila negra con el paquete que Don Mingo le da para su mamá.
—Llevate los panes y los "cañoncitos", dáselos a tu mamá. El "cañoncito" de dulce de leche es una facturita para las madres, pibe, sobre todo si están enojonas. Le das un "cañoncito" y entre que se chorrea el batón de dulce y se empalafa, se olvida de tus macanas —dice Mingo entre risas, un viejito jovial y feliz.
—Está bien, Mingo, pero mi mamá está acostumbrada a mis macanas, nada le sorprende de mí y...
—Bueno, pibe, nunca hay que dejar de sorprender, y más a las madres o a las chicas. Tenés que resaltar, pibe, hacerte notar. Ahora te vas, le llevas el paquetito de "cañoncitos" a tu madre y le decís que la querés. Y después vas a tener hilo para hacer más macanas. Así son las mujeres, pibe, no hay que subestimar el factor sorpresa.
—Estamos hablando de mi mamá, ¿no?
—Sí, sí, pibe, de las mamás, de las novias, de las tías, ponéle...
Papiro se quedó pensando en eso de las novias. La verdad es que nunca había tenido una; era un poco mujeriego y desprolijo en esas cosas. Podía salir con dos chicas a la vez y después se armaban los problemas. Pero hacía un tiempo que Papiro estaba pensando en una sola chica.
—¿Vas para tu casa directo, nene?
—Sí, Don Mingo. ¿Necesita algo que deje de paso?
—Pasa por lo de la tía de Pablito, Purita, y dejale las pepas de batata. Si te pregunta cuánto es, le decís que nada, que es de su admirador secreto... —se ríe Don Mingo, imaginando la cara de su amiga sosteniendo el paquete de pepas de batata frente a Alba y sus sobrinos.
—Y de paso, mandale saludos a las chicas...
—¿A las chicas? —el corazón duro de Papiro dio un salto.
—Sí, están todas de Pupe...
Editado: 31.10.2024