El vagón finalmente se detuvo con un rechinido largo y metálico que me atravesó los oídos como una cuchilla oxidada. El sonido me devolvió de golpe a la realidad. Las puertas se abrieron con su resoplido habitual y, como si el metro escupiera a sus pasajeros, una oleada de cuerpos me empujó hacia afuera. Salí tambaleándome, con la mochila a medio colgar y el corazón todavía inquieto por aquella noticia.
El aire exterior era frío, casi cortante. El cielo, pálido y cubierto por una neblina que no sabía si era contaminación o niebla verdadera, le daba a todo un tono opaco, gris. Frente a mí, la universidad se levantaba como una fortaleza de concreto y vidrio: el tipo de edificio que intentaba parecer moderno, pero solo conseguía verse cansado. Aun así, esa visión familiar me tranquilizó un poco. Los estudiantes caminaban con el apuro habitual, cargando mochilas como escudos, riendo, discutiendo, viviendo.
El murmullo del campus, las voces, los pasos sobre el pavimento, todo me hizo sentir —aunque fuera por un momento— más seguro. El escalofrío y mala vibra que me había dejado la noticia de los asesinatos comenzó a desvanecerse, arrastrado por la rutina. Era absurdo pensar que algo así me pasaría a mí. “Paranoia, eso es todo”, me dije mientras caminaba hacia la facultad de Ingeniería. “Solo soy Elio Sots Chávez. Un estudiante más. No un protagonista de nota roja”..
Al doblar hacia el pasillo principal, vi a mis dos amigos esperándome junto a la máquina de bebidas: Samuel y Alejandra. Samuel agitaba una botella de agua medio vacía como si fuera un micrófono; Alejandra, como siempre, tenía los brazos llenos de libros gruesos que parecía cargar más por orgullo que por necesidad.
—¡Elio! ¡Por fin! —Gritó Samuel con su sonrisa de siempre, esa que parecía no apagarse ni en los exámenes finales—. ¿Te atropelló el metro o porque tan tarde?
—No —respondí, dejando escapar un bufido y ajustándome la mochila—. Pero el metro me usó de sardina, que es casi lo mismo.
Samuel soltó una carcajada. Alejandra, en cambio, se limitó a sonreír apenas, con esa expresión suya de que siempre estaba juzgando todo el universo.
—Pues si te sirve de consuelo —dijo ella, acomodándose los lentes—, no te perdiste gran cosa. El profe de Control vino solo para recordarnos que casi todos reprobamos el examen sorpresa. Que fue “una vergüenza académica”, según sus palabras textuales.
—Oh, fantástico —murmuré, destapando mi botella de agua. Bebí un trago largo, pero el líquido no me supo a nada. Solo era frío, incoloro, vacío.
—Pero hay esperanza —añadió Alejandra, alzando un dedo—. Dijo que nos dejará repetirlo. Claro, si fallas esta vez, repites el curso.
—¿Repetir? ¿Yo? —Bromeé, con una sonrisa falsa—. ¿Acaso dudas de mi brillantez natural?
Samuel se rió y me palmeó el hombro.
—Sí, dudo. Dudo mucho. Sobre todo porque el “brillante” se pasa más tiempo en el proyecto de ciencias que en otras clases.
Alejandra soltó una risita suave.
—Y además hueles raro, por cierto —dijo, frunciendo un poco la nariz—. ¿Te bañaste?
Me quedé quieto un segundo. Había olvidado por completo el comentario de mi padre esta mañana.
—Sí… bueno, más o menos. Es que el agua estaba fría —mentí.
—Más o menos —repitió Samuel con una sonrisa burlona—. A eso hueles: a “más o menos”.
—Váyanse al demonio —respondí, riendo—. No todos tenemos el tiempo para perfumarnos como ustedes. Algunos tenemos cosas importantes que pensar.
— ¿Cosas importantes o paranoias nuevas? —preguntó Alejandra con ironía, observándome con su mirada siempre aguda—. Tienes esa cara otra vez, la de cuando te quedas pensando que el universo te odia.
Traté de sonreír, pero ella me conocía demasiado bien.
—Nada, solo… vi una noticia horrible en el metro. Dos familias enteras muertas, chicos de nuestra edad. No sé, me dejó mal cuerpo.
Samuel bajó la voz, ahora más serio.
—Sí, yo también la vi. Cinthya y Víctor, ¿no? Es una locura. Mi madre dice que no es coincidencia y que la maldita inseguridad esta cada día peor.
—No es coincidencia que TikTok se alimente del morbo —murmuró Alejandra, ajustando sus libros contra el pecho—. Pero no empieces a pensar cosas que no debes, ¿eh? Siempre te imaginas que te puede pasar a ti.
Me encogí de hombros, sin responder. Ella tenía razón, pero algo dentro de mí no se calmaba.
Cambié el tema, intentando sonar despreocupado.
—En fin, hablemos de cosas menos deprimentes. El examen de Circuitos… ¿creen que vuelva a poner lo de las mallas y los nodos?
—Si lo hace, te mueres —dijo Samuel, riendo otra vez—. Porque, sinceramente, no pusiste atención pasada a nada.
—Claro que entendí —respondí—. Solo… no tuve tiempo de estudiar.
—¿Tiempo o motivación? —preguntó Alejandra, arqueando una ceja.
—Ambas, quizá —admití, con una sonrisa cansada.
Los tres seguimos caminando hacia el edificio principal, pero algo en la forma en que Samuel y Alejandra se miraban llamó mi atención. No era nuevo: desde el primer semestre había notado ese juego silencioso entre ellos. Él la buscaba con la mirada cuando creía que nadie lo veía; ella se le acercaba más de lo necesario cuando hablaban. Pero ninguno hacía nada. Dos jóvenes hormonales y emocionales atrapados en su propio miedo.