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DIA DE MUERTOS: PARTE 3

Llego el final de la clase y también fue una liberación. Guardé mis apuntes, tratando de ignorar el suave tarareo que venía de la mesa a mi lado. Yolotzin Izel, o Yolo, como le gustaba que le dijeran, seguía en su mundo. Había pasado la última media hora dibujando una calavera con una flor en la cabeza, en lugar de anotar apuntes importantes. Su presencia era un ruido constante, un pulso frenético que me sacaba de mi zona de confort, esa burbuja de impaciencia que me encantaba habitar.

Me puse la mochila al hombro, intentando mantener un perfil bajo para huir antes de que ella notara que me iba, pero fue inútil. Los detectores de amigos ya estaban sobre mí.

—¿Te escapas, Elio, o solo estás practicando tu cara de fastidio post-clase?

Era Sam, por supuesto.

Levanté la vista. Ale estaba a su lado, sonriéndome con esa dulzura perpetua que parecía no saber lo que era un mal día. A diferencia de Samuel, que soltaba su sarcasmo como dardos, Ale era toda suavidad. Odiaba la confrontación, tanto que a veces parecía flotar por la vida.

—Solo me preparaba para irnos —dije, más seco de lo que pretendía.

Yolo, que había levantado la cabeza al escuchar el escándalo de Sam, nos miró con esos ojos grandes y curiosos.

—Hola, Yolo —dijo Ale con su voz delgada y melodiosa, acercándose para no sonar agresiva o demasiado ruidosa. Se acomodó un mechón detrás de la oreja. —Soy Ale, amiga de Elio.

—Y yo soy Samuel —añadió él, con su sonrisa burlona habitual que lo hacía ver como un rufián arrogante—. También amigo de este oloroso “Pig” —Me dio una palmada en el hombro, fingiendo olerme con un gesto exagerado.

Lo fulminé con la mirada. Si no fuera porque Sam era mi amigo de la infancia, lo habría mandado al diablo. Lo conozco desde que usábamos aun pañales en el kínder y su lengua sin escrúpulos siempre ha sido su rasgo más constante. De niño, me metía en problemas por su culpa, y ahora, en la universidad, solo había cambiado el escenario.

Alejandra era otra historia. La conocimos aquí, en la universidad, el primer semestre. Ella era nueva en la ciudad y, a pesar de su inteligencia, era increíblemente tímida. No tenía amigos. Samuel, que tiene un radar infalible para la belleza y el drama, la vio cruzar el pasillo una tarde. Supe que estaba flechado desde el momento en que se le quedó mirando con esa expresión de idiota que solo le conozco cuando ve algo que le gusta de verdad.

—A esa, la hago mi novia —me susurró ese día.

Yo solo rodé los ojos. “Claro, Sam. Y yo soy el campeón mundial de bañarse,” pensé. Pero Miguel no es de los que se calla lo que piensan ni de los que se rinden. Se acercó a ella con su arsenal de chistes malos y su encanto barato, y para mi sorpresa —y la de todo el universo—, Ale cayó. Ella, con su dulzura y su aversión al conflicto, era el polo opuesto del huracán sarcástico que era Sam.

Yolo solo sonrió, mirando como el vacío quedaba solo con nosotros cuatro.

—Mucho gusto —dijo. Sacó una liga del bolsillo y comenzó a recogerse el cabello en una coleta, pero justo cuando estaba por terminar, la liga se rompió con un chasquido audible. —¡Auch! —se quejó, frunciendo el ceño antes de sacar otra, como si hubiera anticipado la traición de la primera liga.

Sam soltó una carcajada de esas que hacen que todo el salón voltee a verte.

—Tienes razón, Elio —dijo, dirigiéndose a mí, como si supiera lo que había pensado, —. La chica tiene un aura de peligro alto. Definitivamente necesitaremos cascos anti-Yolo.

Ale le dio un codazo fuerte. Un codazo cargado de reprimenda, pero suave a la vez. El tipo de confrontación mínima que ella se permitía.

—Ya basta, Sam. No seas cruel —susurró entre dientes, avergonzada por el comentario.

Intenté cortar la conversación. No me gustaba el chiste, aunque Yolo me exasperara, no merecía que se rieran de su torpeza, al menos no abiertamente.

—Bueno, fue la última clase. Me iré con Samuel a perder el tiempo—dije, esperando que todos entendieran la señal de dispersión.

Pero Yolo, en su burbuja energética, ni siquiera me oyó.

—A mi mamá nunca le ha pasado nada, así que no creo —respondió, confundiendo el sarcasmo y broma de Samuel con una preocupación genuina sobre su salud. Luego se volvió hacia nosotros, con una expresión esperanzada que me recordó a un cachorro pidiendo comida—. Por cierto… ¿alguno podría ayudarme a ponerme al corriente?

Nos miró uno por uno, pero su mirada se detuvo en mí. Era el más fácil de doblegar, supongo, porque no era tan abiertamente cruel como Samuel ni tan evasiva como Ale.

Sam levantó las manos de inmediato, como si se estuviera rindiendo ante un asalto. Era impaciente, igual que yo, pero él lo disfrazaba con humor, mientras yo lo disfrazaba con silencio.

—Lo siento, Yolo, no se podrá esta vez. Y Elio, también lo siento, pero tengo algo que hacer —dijo, con esa sonrisa nerviosa de quién miente sin esfuerzo, aunque se le notaba. Odiaba cuando mentía así, tan mal, tan obvio. Como si no le importara ofenderme con su falta de honestidad.

—Y además Yolo, creo que tú y yo sabemos lo mismo —añadió, rascándose la nuca, como si eso explicara por qué no podía darle un resumen.




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