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DIA DE MUERTOS: PARTE 4

Yolo abrió la puerta de metal color negro. Detrás, apareció una casa pequeña, sencilla, sin lujos ni adornos, pero con un aire de orden casi sospechoso. El patio era tan limpio que el suelo brillaba, lleno de macetas y plantas verdes que parecían recién regadas. En una esquina, un árbol de limones cargado y bien cuidado se movía apenas con la brisa.

Apenas Yolo cerró la puerta, un perro pequeño, de piel gris y completamente sin pelo, salió disparado hacia nosotros. Ladraba con un sonido chillón, casi metálico. Corría directo hacia Yolo, pero en cuanto me vio, cambió de rumbo con un gruñido y trató de morderme el pantalón.

—¿Qué demonios...? ¡Eh, “shu”! —le dije, retrocediendo un paso.

El animal frenó, me observó con sus ojitos redondos y, tras unos segundos de tensión, decidió que no valía la pena. Dio media vuelta y corrió hacia su dueña.

—¡Voldy! —exclamó Yolo, agachándose para cargarlo. El perro empezó a moverse con tanta energía que parecía estar teniendo un ataque, agitando la cola como si tratara de despegar.

—Ven, chiquito, ¿extrañaste a mamá? —le dijo con una voz tan suave que casi me hizo sentir fuera de lugar, como si estuviera presenciando algo íntimo.

—¿Voldy? ¿Como el de Harry Potter? —pregunté mientras caminábamos hacia la entrada. Ella llevaba al perro entre los brazos como si fuera una muñeca frágil.

Yolo soltó una risita contagiosa.

—Sí, mira —dijo, levantando un poco al animal. Me acerqué y lo miré mejor. Su piel gris parecía una manta vieja, sin un solo pelo, y su nariz… bueno, simplemente no estaba ahí. Era chato, como si la vida le hubiera borrado esa parte.

—¿Qué le pasó? —pregunté, estirando la mano para acariciarlo.

El perro me gruñó, un sonido ronco y breve, pero cuando mis dedos tocaron su cabeza, se calmó. Solo suspiró y se acomodó en los brazos de Yolo, como si de pronto hubiera aceptado mi presencia.

—Mi mamá lo salvó —respondió ella, su tono bajó, como si estuviera recordando algo triste—. Un perro enorme lo atacó cuando apenas llegaba a casa. Le mordió el hocico... —me mostró las cicatrices—. Casi se muere, pero mi mamá lo rescató, lo llevó al veterinario y... bueno, ahora está aquí, sin su naricita, pero feliz.

—Qué increíble lo de tu mamá —dije, genuinamente sorprendido.

Ella sonrió con orgullo, soltó al perro en el patio y me hizo una seña para que entrara. El olor a comida recién hecha se mezclaba con el de las plantas, creando una sensación cálida y familiar.

—¿Qué? —preguntó una voz femenina desde la cocina, muy parecida a la de Yolo, aunque más serena.

Giré la cabeza y ahí estaba: una mujer, tal vez en sus cuarenta, parada frente a la estufa.

—¡Hola, mamá! Ya llegué —dijo Yolo, corriendo hacia ella y dándole un beso en la mejilla—. Por cierto, él es Elio, un compañero de mi verdadero salón. Me está ayudando a ponerme al corriente.

La mujer apagó el fuego, se limpió las manos en un trapo y se acercó con paso firme.

—Un gusto, joven. Soy la mamá de Yolo, Xóchitl.

Le tendí la mano, pero cuando la miré de frente, algo me desconcertó. Su ojo brillaba de una forma antinatural. Era de vidrio, y en su superficie pude ver reflejado mi propio rostro, distorsionado.

—Pe-perdón, señora... —dije, soltando su mano al instante, incómodo por mi torpeza.

Ella sonrió, sin parecer ofendida.

—No te preocupes, hijo. Todos se quedan mirando la primera vez —dijo con un tono dulce, casi divertido—. ¿Ya te ofreció algo Yolo? ¿Agua, café, pan?

—No, todavía no —respondí, sin saber bien dónde mirar.

—¡Mamá! No empieces, apenas acabamos de llegar —protestó Yolo, poniéndose al lado de ella.

Xóchitl rio por lo bajo.

—Bueno, bueno, no dije nada. Pero si vas a traer compañeros, al menos avísame para preparar algo rico.

—¡Sí, mamá! —dijo Yolo, inflando las mejillas, como si fuera una niña pequeña a punto de hacer puchero.

—Espero que te recuperes en este ciclo, Yolo.

Su tono cambió, volviéndose el de una madre que ya ha repetido las mismas palabras demasiadas veces.

—La suerte no siempre te va a ayudar, hija. Esa se acaba. Si repruebas otra vez, te saco de la escuela y te vienes conmigo al trabajo.

Yolo suspiró como una niña atrapada, con el fastidio pintado en la voz.

—Sí, mamá...

—Bueno, pónganse a estudiar ahí en la mesa —continuó Xóchitl—. Nada de irse a tu habitación. Y no es que desconfíe de ti, Elio, pero mi niña es una distraída.

—No se preocupe, señora —respondí, medio sonriendo, aunque en el fondo me sentía observado, como si cada palabra mía fuera un examen.

—Mamá, sabes que ya estoy grande, ¿verdad? —dijo Yolo, cruzándose de brazos.

—Y tú sabes que estás en mi casa, ¿verdad? —contestó su madre sin levantar la voz, pero con la clase de tono que no deja espacio para protestas.

Silencio. Victoria maternal. Yolo bajó la mirada.




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