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SECUESTRO: PARTE 1

«¿En serio estaba diciendo eso? ¿Acaso sabrá que soy un vampiro ahora? ¿O su madre realmente se dedica a cazar vampiros?» pensé, sintiendo un escalofrío recorrerme la espalda. El tono despreocupado de Yolo me hacía dudar si hablaba en serio o solo jugaba conmigo.

—Yolo, deja las bromas —dije, tratando de mantener la calma—. ¿No ves la situación en la que estamos?

Ella me miró con una mezcla de sorpresa y ligera incomodidad. Soltó un pequeño puchero y apretó sus manos. Sus dedos temblaban, aunque intentaba sonreír como si nada. Logré desatar el nudo que la sujetaba; podría haberlo roto con facilidad, pero no quería levantar sospechas. No frente a ella.

—Muy bien —murmuré, tomándola de la mano y ayudándola a levantarse de la cama.

Ella se tambaleó un poco, respirando con esfuerzo. Se pasó una mano por el cabello, sucio y pegajoso por el sudor. Fue entonces cuando vi algo que me heló por dentro: un hilo de sangre le escurría por el cuello.

—¿Estás herida? —pregunté, conteniendo la urgencia en mi voz.

—¿Herida? No… no que yo sienta —respondió, palpándose los brazos y el torso con cierta torpeza.

—Tienes sangre en el cuello —dije, señalando la mancha con el dedo, intentando no fijar mi vista demasiado.

Ella alzó la mano, rozó la sangre y la observó con curiosidad. Entonces, sin pensarlo dos veces, la lamió.

Me quedé inmóvil.

«¿Acaba de…?»

—Tienes razón, es sangre —dijo tranquila, como si acabara de confirmar que llovía. Pasó los dedos por la nuca y soltó un leve quejido—. Creo que tengo una herida. Elio, ¿puedes revisar? —pidió, dándome la espalda y apartando el cabello.

Me acerqué con cautela. La herida era profunda, un corte feo, abierto, seguramente hecho por un golpe. Necesitaba puntadas. Me incline apenas, para ver más la gravedad de la herida y el olor de su sangre me golpeó con fuerza.

Mi garganta ardió. La sed volvió. Pude sentir cómo mis colmillos presionaban la carne de mis encías.

«Contrólate… maldita sea…»

Tragué saliva, dando un paso atrás antes de que ella notara mi tensión.

—Tienes una herida grande —dije con voz ronca—. Necesitamos salir de aquí y llevarte con un doctor.

Yolo se giró despacio. Su rostro parecía inexpresivo, como si estuviera nublada.

—Entonces vámonos —Asintió con una serenidad absurda, como si no acabáramos de despertar en un lugar que no conocíamos.

Me acerqué a la puerta de metal y comprobé, con una mezcla de alivio y extrañeza, que no estaba cerrada con llave. Demasiado fácil. Demasiado estúpido. Podía ser que quisieran que saliéramos, o que confiaran tanto en que no despertaríamos que dejaron la puerta abierta. Ninguna opción me gustó.

Asomé la cabeza y vi un pasillo enorme, largo y húmedo, con tubos y cables colgando, luces parpadeantes cada pocos metros y un olor a moho que hacía arder la nariz. Le hablé a Yolo en voz baja, cuidando cada palabra.

—Elio, ¿por qué fue tan fácil salir? —dijo ella, con los ojos ya gigantes, absorbiendo todo el lugar como si quisiera archivarlo.

—No lo sé, Yolo —respondí con calma, aunque por dentro mi mente corría—. Pero eso no cambia lo que tenemos que hacer: salir de aquí.

Ella me miró como una niña asustada. Se notaba que su confianza inicial se estaba resquebrajando. Me apretó la mano con fuerza. Sentí cómo temblaba. Al principio, cuando despertamos, ella había estado en una especie de niebla, riendo y bromeando como si esto fuera una aventura tonta de fin de semana. Pero eso era el shock, lo sabía; el cuerpo humano se protege así, negando el horror hasta que la realidad lo rompe. Ahora, con el pasillo ante nosotros, esa burbuja se estaba pinchando.

—Tranquila —le aseguré, apretando su mano de vuelta—. Saldremos. Te lo prometo.

Ella me sonrió, pero la mirada ya no era la misma: la sorpresa se estaba convirtiendo en comprensión. Los ruidos del lugar no ayudaban: goteos, ratas que corrían por las paredes, cables enmarañados en el suelo, luces que parpadeaban como si respiraran. Aun así, mi vista ahora mostraba todo como si estuvieran las lámparas encendidas. Yolo tropezaba a veces; yo intentaba guiarla, pero ella seguía con pasos inseguros. No sabíamos a dónde íbamos exactamente; el pasillo era recto, sin puertas, sin atajos. Al fondo había una luz más fuerte: era la meta.

A cada paso, la mano de Yolo se apretaba más. La noté contener el aliento.

—Elio, tengo mucho miedo —murmuró; su voz era casi un hilo—. ¿Y si el que nos trajo aquí está justo al final de esto? ¿Qué haremos? No soy buena en peleas. La última vez que intenté defenderme en la escuela, terminé tropezando y cayendo sobre el que me quería golpear, quedo nockeado. Fue gracioso, pero... esto no es un juego.

—Yo también tengo miedo, Yolo —mentí con suavidad, en realidad no tenía ni pizca de temor—. Pero no estás sola. Escucha: cuando llegue al final entraré un momento. Si veo a alguien, gritaré y lo distraeré para que tú puedas correr y buscar salida.

—¿Y tú? — Ella sacudió la cabeza, no convencida del todo, sus dedos clavándose en mi piel como garras suaves. — ¿Y tú? ¿Cuándo la encuentre, qué harás? ¿Vendrás conmigo? No quiero irme sola, Elio. Somos un equipo, ¿verdad




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