Divino Espejo: Llegada de la destrucción

Capítulo 01: Visitando

El agua caliente no le devolvía el sueño, pero lo mantenía en pie.

Gunnar estaba sumergido hasta el cuello en la bañera. El vapor ascendía en espirales lentas, como si el mundo se diluyera a su alrededor. Las luces tenues del baño apenas perforaban la neblina, y el leve zumbido del extractor era lo único que rompía el silencio. Observaba el techo como si esperara que se desplomara sobre él. No pensaba en nada concreto, o quizás en demasiadas cosas al mismo tiempo. Algo lo mantenía despierto desde hacía horas, y no era insomnio. Era memoria. Era peso.

En los últimos meses, ciertos recuerdos habían regresado con una nitidez que dolía. Imágenes que creía enterradas bajo el paso del tiempo surgían con brutal claridad: la última sonrisa de su madre, el rostro endurecido de su padre en una despedida sin palabras, y el fuego. Siempre el fuego. Las llamas no lo despertaban en pesadillas; lo acompañaban en la vigilia. No hablaba de ello. Nunca. Pero ahí estaban, persistentes, moldeando cada decisión, cada mirada. Su historia no la contaba. La cargaba encima, como un traje de plomo.

El sistema del baño, al percibir que su temperatura corporal se mantenía anormalmente estable pese al entorno cálido, proyectó un mensaje en el cristal: "¿Desea asistencia médica?". Lo ignoró. Como hacía con todo.

Un ruido metálico desde la cocina interrumpió la quietud. El sonido de una olla cayendo y una breve risa animal.

Gunnar no se sobresaltó. Apenas giró los ojos hacia la puerta del baño.

—Caesar, ven aquí.

Segundos después, unos chillidos emocionados y unos pasos ágiles se acercaron. La puerta se abrió con un pitido suave, y una figura blanca y peluda se asomó con desparpajo. Tenía una expresión de culpa ensayada que no convencía a nadie.

—Te dije que la cocina no es para jugar.

Caesar se golpeó el pecho con una mano y asintió con dramatismo, como si fuera parte de una obra de teatro. Siempre hacía lo mismo. Sabía perfectamente lo que se le decía, pero parecía disfrutar del juego de la autoridad sin autoridad. Era un rebelde elegante, un actor natural.

Gunnar lo observó en silencio. En ese instante, la niebla interna pareció disiparse un poco.

Stuart, su padre, le había entregado al pequeño Caesar cuando era una cría, envuelto en vendas y secretos. Un regalo de su madre. "Llámalo así, por su película favorita", había dicho. Gunnar no entendió la referencia en ese momento. Luego, cuando entendió, ya era tarde para preguntar.

Y no era un primate común. Comprendía español e inglés con fluidez, razonaba como un niño brillante, y desobedecía con un propósito. Tenía una mirada que juzgaba y una memoria afilada. Lo que tenía de raro, lo tenía también de entrañable.

Su pelaje blanco como la sal y su piel clara lo hacían parecer albino, pero no lo era. Era otra cosa. Único. Como todo lo que parecía seguir a Gunnar desde aquel día. Con el tiempo, el animal resultó ser más que una mascota. Lo trataba como a un hermano. O quizá más íntimo todavía: como a la última conexión viva con quienes ya no estaban.

Caesar había sido el punto de quiebre. Gracias a él, Gunnar volvió a moverse. A pensar. A planear. A actuar.

—Entra. Te bañas conmigo.

El chimpancé no dudó. Se sumergió con un chapoteo breve. Sus ojos, al contacto con el agua caliente, parecían comprenderlo todo. Nadie más que él lograba calmar a Gunnar sin una palabra.

—Después te quedas leyendo o te vas a dormir. Tengo cosas que hacer —dijo, como si hablara con un igual.

Caesar se estiró dentro del agua, cerró los ojos y asintió. Había aprendido que las órdenes de Gunnar eran más promesas que mandatos. Siempre había un motivo detrás.

Una hora más tarde, Gunnar se puso de pie. El agua caía en hilos desde su torso.

Luego se vistió con un traje morado oscuro, de doble botonadura. Elegante, resistente. El tejido era inteligente: tenía memoria térmica, se ajustaba al cuerpo según el clima, y su revestimiento interior podía detener una bala. Una vestimenta cara, pero dinero era lo le sobraba.

En el espejo, su reflejo le devolvió la imagen de un hombre joven, pasado de los 20, de piel blanca, cabello negro bien peinado, mandíbula firme, ojos que no pestañeaban sin motivo. Una imagen construida.

Tomó la pistola de la mesa: una semiautomática personalizada, de estructura liviana pero extremadamente letal. No la miró. Solo la guardó en su abrigo como quien se pone un reloj.

En la entrada, Caesar lo observaba sin moverse. Estaba sentado con las manos sobre las rodillas. Como si supiera que ese día era distinto.

Gunnar se agachó, puso una mano en su cabeza.

—Portate bien. Te veré más tarde.

No dijo adiós. Solo salió.

En cuanto cruzó la puerta, la casa se silenció por completo. Caesar caminó hasta una estantería, tomó un libro de tapa gris y se sentó a leerlo.

Mientras tanto, Gunnar subía a su auto. Un modelo blindado, negro mate, con acabados discretos y tecnología de rastreo nulo. Al cerrar la puerta, el sistema de inteligencia del vehículo se activó.

—[Buenos días, señor Coleman. ¿Destino?]

—Sara, comunícame con Silvia Taylor.

—[Conectando. Un momento, señor Coleman.]

Se colocó los auriculares. El sistema ambiental del vehículo reguló la temperatura y bajó automáticamente la música instrumental que sonaba de fondo. La llamada se estableció.

—Gun... ¡Tan temprano! Ya empezaba a extrañarte. —La voz de Silvia tenía ese tono entre burla, deseo y una pizca de irritación profesional.

—Deja el drama. Llego en tres horas.

—Estaré en casa. Adelante.

La llamada se cortó.

Encendió el motor. El rugido fue sordo, apenas perceptible. El vehículo se deslizó por la carretera con una suavidad mecánica perfecta. A medio camino, la lluvia comenzó a caer. Golpeaba el parabrisas con una violencia inesperada. Las gotas rebotaban como proyectiles, y el sistema automático activó los limpiadores con rapidez.



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En el texto hay: misterio, guerra, poderes

Editado: 14.12.2025

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