Al oír la palabra “especie”, la atención de Gunnar se desvaneció. Esperaba encontrar un archivo valioso, no una historia que sonaba más a ficción que a ventaja táctica.
Había robado documentos antes. Su organización era un rumor temido en los círculos de poder, un susurro que bastaba para hacer temblar a más de uno.
Ahora, todo parecía una pérdida de tiempo. No tenía sentido arriesgarlo todo por un secreto mediocre. La decepción lo cubrió como una sombra.
—¿Qué tan segura estás? —preguntó al fin.
—Un cincuenta por ciento —respondió Silvia más seria de lo habitual—. Escuché por accidente una conversación entre dos altos mandos. Hablaban con alguien que no pude identificar. Supongo que la información es parcialmente creíble… pero nada seguro.
Gunnar frunció el ceño. No era alguien que se moviera con probabilidades débiles.
—¿Y crees que vale la pena? —repitió con una pizca de fastidio.
—Tal vez. Si lo mantienen en secreto, debe haber una razón —contestó, encogiéndose de hombros.
—Perdí el interés —dijo secamente—. No me importa.
Silvia lo observó sin responder. Tratar con Gunnar era como caminar sobre una cuerda floja: a veces pensaba que lo entendía y otras no sabía ni quién era.
—Entonces, eso es todo por hoy. Te contactaré si hay algo nuevo. Hasta entonces —dijo él, poniéndose de pie con calma.
Tomó el paraguas sin mirar atrás y se adentró en la lluvia, dejando a Silvia sola con sus pensamientos… y con su leve sonrisa. Una que no mostraba tristeza, sino una satisfacción callada.
—También te quiero, Gun. La próxima vez puedes quedarte aquí. Sabes que estar sola me asusta —susurró, aunque él ya no la escuchaba.
Ya en su vehículo, Gunnar condujo ahora sin la llovizna persistente.
—Sara, modo piloto automático —ordenó sin levantar la voz.
—[Activado] —respondió la voz suave y neutra del sistema.
Se recostó en el asiento, cerró los ojos unos segundos y dejó que sus pensamientos vagaran. Aún tenía el mal sabor de la misión fallida. No había ido como esperaba y, por orgullo o instinto, le costaba dejarlo pasar.
En un intento por cambiar de tema, pensó en Caesar. “Necesito comprarle algo.” Entonces le ordenó a Sara detenerse en la tienda más cercana.
—[Ruta actualizada. Llegaremos en tres minutos] —anunció con su precisión habitual.
Pronto llegaron a un minimercado discreto. Compró carne de res: diez kilos, regalo para Caesar. El chimpancé era un amante de la carne en un nivel casi grotesco. Cuando era más joven, devoró un par de gatos que entraron por error a su propiedad. Fue impactante. Más aún lo fue descubrir que podía pasar semanas sin comer y mantenerse saludable, como si algo en su biología desafiara las reglas del metabolismo.
“Si no tuviera autocontrol, sería un problema serio”, pensó mientras pagaba.
Volvió a su vehículo con las bolsas en mano, caminando con paso lento y despreocupado. Apenas salía del establecimiento, ocurrió lo inesperado: un niño lo embistió de lleno. Corría a toda velocidad con una mochila escolar y no logró frenar a tiempo. El impacto fue lo suficientemente fuerte para hacerlo caer de espaldas, directo a un charco. Quedó embarrado como un cerdito.
Gunnar lo miró con frialdad.
—Niño, ten cuidado por dónde corres. Creo que no necesito decirte qué puede pasar —dijo con voz plana—. Déjame ver qué te pasó.
Se agachó y extendió la mano. El niño, algo tembloroso, la aceptó.
—Señor, mis más sinceras disculpas. Realmente lo siento mucho.
Gunnar inspeccionó rápidamente las heridas: algunos raspones en brazos y rodillas, las palmas rojas por el golpe.
—No te preocupes. ¿Cómo te llamas?
—S-Soy Jacob, señor.
—Jacob. Yo soy Gunnar —respondió, y tras una breve pausa, su tono cambió—. Como no estás tan mal, lárgate de mi vista.
Esas palabras fueron suficiente para aterrorizar al chico.
—C-Claro. Me iré enseguida, señor Gunnar.
El niño echó a correr, alejándose torpemente. Gunnar giró para volver a su auto, pero algo lo detuvo: notó que la mochila de Jacob había quedado entreabierta. En su interior, una superficie de cristal rojo brilló apenas por un segundo. Era un espejo, de un tono rojo profundo.
Ese destello no pasó desapercibido.
Gunnar lo siguió con la mirada mientras Jacob se reencontraba con su familia. Sonreía como si nada hubiera pasado pese a la visible preocupación de los adultos. Su ropa seguía empapada de lodo, pero eso no parecía importarle. Luego de un regaño, con entusiasmo abrió su mochila y les mostró el espejo.
Curioso, Gunnar se quedó observando desde lejos. No podía oír nada, pero tenía un talento útil: leer los labios.
El padre del niño se agachó y acarició el cabello mojado de Jacob. Su expresión era amable, casi tierna. Entonces dijo:
—Jacob, mi niño. No sé de dónde sacaste ese espejo rojo, pero no tienes por qué mentir. ¿Cómo va a aparecer de la nada frente a ti? Eso no tiene sentido.
Gunnar entrecerró los ojos.
Jacob, sin responder, encogió los hombros. Su gesto fue derrotado, resignado. Guardó el espejo y se metió en el auto con sus padres. Nadie miró hacia donde estaba Gunnar. Nadie pareció notarlo.
"¿Aparecer de la nada?", pensó Gunnar. Una idea loca cruzó su mente. Tan loca que la aplastó de inmediato, como a un insecto molesto.
Subió al auto y ordenó a Sara que lo llevara a casa. No dijo ni una palabra en todo el camino.
Al llegar a casa, lo primero que hizo fue hablarle a Sara.
—Ubica a Caesar.
—[Escaneando...] —respondió tras una breve pausa—. [Objetivo localizado: habitación principal, cama de Gunnar].
—Otra vez ese condenado...
Suspiró, resignado. Caesar tenía reglas estrictas, y aunque las acataba cuando entendía la importancia, las “pequeñas normas” le parecían meras sugerencias.
Gunnar abrió la puerta de la casa. Las luces se encendieron al instante. El sistema inteligente lo reconocía en cuanto cruzaba el umbral. Todo el lugar olía a desinfección, tecnología, aislamiento. Era un hogar diseñado para el control: cada esquina monitoreada, cada temperatura medida, cada sonido registrado.