Divinos: El Legado Stormbærer.

Prólogo:

 

La historia de la estirpe élfica suele ser contada de muchas maneras. En su versión más conocida, todo comenzó el día en que el Zhan’Kar del sol y el verano descendió de su trono y posó sus pies sobre el mar. Vio entonces a los hijos de sus hermanos, cuyas vidas eran efímeras y frágiles. A causa de esto, era normal ver a tales seres cometer una y otra vez los mismos errores, pues su corta existencia les impedía aprender de ellos. Decidió que, de tener una descendencia que pudiese habitar la tierra, no deberían asemejarse a tales seres.

 Tras este pensamiento, volvió a las alturas y comenzó a dibujar sobre las nubes. Moldeó dos cuerpos de aspecto idéntico al suyo, con un torso, dos brazos, dos piernas y una cabeza, y al mismo les otorgó su toque personal; orejas largas y finas que en aspecto podían confundirse a las ramas de los árboles, cabellos similares a las hojas de estas últimas, ojos redondos con pupilas alargadas cual serpientes, y colmillos puntiagudos cual tigres y lobos. Tras esto les salpicó con su sangre, dotando su pieles de con un color verde oscuro y con manchas de toque marrón. Abrieron entonces sus ojos, descubrieron la dicha de la vida y el libre albedrío, y oyeron la voz de su creador con nombres que este les había dado; Za’helo y Ze’halo.

Concretada su obra, solo restaba darles un sitio para habitar. Para esto tomó el barro, las algas y las arenas del mar, y comenzó a darles forma. Esto le tomó un tiempo mayor a los tres meses, pero así nació un sitio como ningún otro. Las florestas que allí emergían tenían un tamaño tres veces mayor al de los otros continentes. Podían verse robles y pinos de hasta dos metros de ancho y cincuenta de alto. Sus maderas eran duras como la roca de las montañas, y casi tan longevas como estas últimas. Y entre dichas creaciones moraban animales de rasgos singulares; de cuerpos monstruosamente grandes, pero además sabios y respetuosos de sus terrenos.

Su «obra magna» la llamó el Guerrero Celeste. Concluida semejante hazaña, se dio a la tarea de enseñar a sus hijos cuanta bondad les fuese útil. Fueron años de esfuerzo y dedicación, mas una vez les consideró aptos para gobernar, creó a ciento cincuenta hombres y ciento cincuenta mujeres para que siguiesen su voluntad y se multiplicasen en las futuras generaciones. Ellos eran ahora los reyes de tan prospero pueblo.

Mas la felicidad es algo que, para bien o para mal, no es eterno. Los deseos de uno no siempre desencadenan el bien, pues por muy perfecta que fuese cualquier creación del amo, los errores y el infortunio siempre están al asecho. Si hasta los más inmortales pueden equivocarse, ¿cómo no lo haría su propia decendencia? Mas el error que el Zhan’Kar del verano cometió, no yacía en su creación; la misma era perfecta, tanto como puede aspirar un ser mortal. Su error, fue el no darles a conocer su final.

Dos mil años luego de su concepción, Za’helo notó los estragos del tiempo en su carne. Sus cabellos comenzaron a caerse, su piel y huesos se tornaron frágiles y sus energías ya no le alcanzaban para cumplir la rutina. Esta fue la semilla de su duda, una que solo florecería al recibir la peor noticia de todas. Su consejero y amigo, aquel con el que tantas historias había forjado, acababa de fallecer.

Za’helo buscó entonces a su hermano y expuso la situación. Este, sin embargo, no se alteró. Ze’halo ya conocía el poder que tenía la muerte sobre ellos; él lo había aprendido observando a los animales y las plantas.

—Es un proceso natural —le mencionó con calma—. Si hemos de desfallecer, es porque así lo ha querido nuestro padre. No debemos caer en la vanidad ni pensar que por nuestro trono somos merecedores de un trato especial.

—¡Nuestro pueblo nos necesita! —replicó su hermano, alzando la voz con pánico—. Si nos ocurre algo, ¿quién cuidará de ellos y los guiará hacia el mañana? Esa es la misión que padre nos dio, él mismo nos nombró gobernantes.

—Ciertas son tus palabras, pero las leyes que nos atan a este mundo puedes ser incluso más grandes que él.

—Si así lo fuese, él mismo nos hubiese advertido de ello. ¿Es que no lo ves, hermano? Él quería que fuésemos nosotros quien encontrásemos la solución a este problema.

—¿Atentar contra el ciclo de la vida? Es el miedo quien habla por ti. Padre habrá tenido sus razones para no decirnos sobre esto. No deberías desconfiar de aquel que ha puesto sobre nuestros hombros tan enorme responsabilidad.

 Ante aquellas palabras, Za’helo arrugó el semblante. —¿Me acusas de recelar de la voluntad de padre? ¿Qué locura estás diciendo?

—Te acuso de ir en contra de nuestra propia naturaleza —replicó sin más—. Sigue mi consejo, hermano. Acalla esas voces que ciegan tu mente, pues no hacen sino desviarte del verdadero camino.

Así nació la grieta, una que poco a poco dividió las tierras del señor del sol. Aquello que una vez fue paz, de manera lenta pero constante, se dirigió hacia las tinieblas. El eco de los gritos llegó hasta los cielos, la sangre manchó las hojas y los divinos árboles ardieron a causa del miedo y la confusión. Y tras eso, el silencio más profundo, en el cual solo podían distinguirse unos pocos sollozos en la distancia. Ese fue el telón.

Sin embargo, la vida encontraría una forma. Otra historia comenzó una buena mañana de otoño. Vieron entonces la antigua tierra del Zhan’Kar del verano, cuya bastedad ahora no era más que un páramo abandonado. Las bendiciones que en su época doraba pertenecían a los elfos, ahora se desperdiciaban en las bestias creadas para servirles. Mas no fueron graznidos y aullidos lo que se oyó entonces, sino el repicar de las trompetas.

Cuatro embarcaciones se dibujaron en el horizonte. Los lejanos descendientes de aquella primera estirpe vieron con emoción el reino que se les había regalado. Sus pieles y sus espíritus eran muy distintos a los de los primeros; habían sido marcados por manos ajenas, mancillados y abusados sin piedad. El rozar de incontables castigos había dejado mella en sus mentes, y lejos estaban ahora de aquello considerado perfecto. Sin embargo, incluso en tan deplorable estado, fueron capaces de esbozar una sonrisa rebosante de esperanza.




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