Sobre las profundas aguas, cuyo azul contraste separaba al cielo del mar, yacía una modesta embarcación. La misma surcaba los mares con un andar tranquilo y constante, preocupación ni interés por aquello que pudiese esconder el horizonte. En ella viajaban un pequeño grupo de elfos; tanto guerreros como trabajadores que por igual habían sido instruidos en el arte de la navegación. Y resguardado entre todos ellos podía encontrarse un niño niños de dorados cabellos y deslumbrantes ojos azules.
La atención de este último permanecía fija sobre las páginas de un grueso y desgastado libro. Aquellas palabras, incluso tras haber sido revisitados una decena de veces, seguían atrapando su mente en un mundo de ensoñaciones y fantasías. No había persona sobre los maderos de aquel navío que pudiese separar al Príncipe de sus historias. Bien en claro se tenía esto, pues a pesar de haberse ubicado en un sitio al que podríamos llamar «incomodo», ninguno de los oficiales se molestaba en intentar hablarle.
En el extremo opuesto se encontraba su bienaventurada madre, la Reina y suprema gobernante de Naturlig. Ella le observaba sentada sobre el último escalón de la proa, siendo a su vez acompañada por la figura del capitán; este último era, como no hubiese deseado de otra forma, el altísimo Magistrado Bryter. Este último no había movido un pie de su puesto en todo lo que llevaban de viaje. Él mantuvo su mirada fija tanto sobre las mojadas planicies, como en la espaciada dama que divagaba con su arrugado semblante.
Tras haber viajado a su lado por más tiempo del que se molestó en contar, supo reconocer aquel gesto tan particular. Suspiró entonces, rompiendo el silencio y buscando las palabras adecuadas antes de interrogar a su vieja amiga:
—He de suponer que las negociaciones no han resultado fructíferas. ¿Gustaría hablar de ello?
—La embajada de Terga’Nor no quiere tener nada con nuestra gente —
resopló Kóira—. Su líder ni siquiera se tomó la molestia de hablar conmigo. Nos hizo esperar, mandó a sus soldados y casi nos escupen en la espalda al retirarnos.
—Me suena a una persona muy agradable. Estoy seguro de que los «tan amables» comentarios de su gente no eran más que exageraciones —comentó ofreciéndole una sonrisa.
Mas difícil fue para la reina el poder apreciar tal gesto. Ella observó al alegre Príncipe sobre la cubierta mientras volvía a retraerse en su propio mar de preocupaciones. A medida que el tiempo transcurría, el sueño de poder unir Naturlig con el resto del mundo parecía no ser más que eso; un sueño, uno bonito y esperanzador, pero imposible de cumplir.
—Han sido tiempos difíciles. No deje que eso le afecte —insistió el Magistrado.
—Me cuesta recordar cómo eran los tiempos no tan difíciles. Trabajamos tan duro para nada. Tantos meses de preparación para que ese imbécil decida actuar como un niño y negarnos el paso. Deberás disculparme si acaso sueno un tanto pesimista, pero el cansancio saca lo peor de mí.
—Sí, eso lo sé muy bien, mi señora. Sin embargo, trate de no tomar este desenlace como un fracaso. Incluso me atrevo a decir que fue para mejor, después de todo, ¿qué hubiésemos sacado de una alianza con una tierra gobernada por una persona así?
—Más y mejores vías mercantes, un mucho mejor acceso a sus reinos vecinos, nuevas especias y pieles, y el trabajo que es derivado de lo anterior —replicó casi al instante—. Llevo repasando este día desde que propusimos el convenio, sé perfectamente lo que perdimos, Bryter. Y además, sabes muy bien que no me gusta que me llames «señora».
—Es solo una formalidad. Las paredes escuchan, y me gusta dar una buena impresión de mí mismo. Ahora dígame, ¿qué ha comido esta mañana?
Kóira volteó hacia el guerrero. Notó así el cambio en su mirada, el cómo la sonrisa se desvaneció para dar lugar un gesto de genuina impaciencia. Esta última tomó unos momentos para pensar, tratando de encontrar la borrosa imagen de aquella mañana entre sus recuerdos.
—Eh… ¿Pescado? Creo que acompañado de algunos camarones y…
—Esa fue la cena de hace tres días —advirtió sin dejarle acabar—. Ha salteado el desayuno, el almuerzo y la cena de dos días seguidos. Yo mismo he tratado de decirle, pero no atender.
La mujer se sobresaltó ante tal revelación. De inmediato sacó el diario de viaje de su bolsillo y trató de repasar los días anteriores. Así se encontró con nada más que una libreta rellena por sus anotaciones, sus discursos y por un blanquecino pañuelo que traspapeló la noche anterior. Y tras tanto, acompañando a este golpe de realidad tan fuerte, el crujir de su estómago confirmó las palabras del Magistrado.
—Cielo santo —resopló para sí misma.
—Iré a buscarle algo para comer. Tal vez así logre aclarar sus pensamientos.
Con esta declaración, Bryter abandonó su puesto camino al almacén. Abiertos estaban sus ojos y oídos para los sentimientos de su amiga, y por mucho que ella intentase esconder sus flaquezas él era perfectamente capaz de ver a través de su fachada. Conocedor era de la frustración que por sus venas corría, y aunque en el interior deseaba el justificar tales sentimientos, su deber era velar por su protección y seguridad y no dejar que sus emociones se entrometiesen; responsabilidad que solía enfrentarse con su relación como amigo y familia.
Mientras pensaba en esto, el Magistrado contempló las escaleras que llevaban hacia el interior del barco. Mas no se atrevió a entrar, puesto que antes que su pie pudiese posarse sobre el primer escalón, su instinto le detuvo. Reconoció entonces el extraño actuar de algunos marineros, que de manera inusual parecían asomarse por la borda y contemplar la solitud del mar. Entonces, alzó su mirada y vio en lo más alto del mástil al joven vigía. El nerviosismo desbordaba de sus ojos, como si estuviese presenciando un terror nunca antes visto.
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Editado: 28.08.2023