Divinos: Escarlata y Negro.

El rey y la reina.

Uno de los mitos de Terga’Nor narra una tragedia. La historia de una joven que dejó atrás su tierra. Primero se convirtió en una guerrera, luego en soldado, y, finalmente, en monstruo. Aquellos que se levantaban de entre los muertos, cuyos rostros eran cubiertos por máscaras de madera, temían a su sombra; ella era su pesadilla.

Ardiente era el miedo entre ellos por un día encontrarse con una dama de medias, botas y guantes negros, que portaba un vestido del mismo color que sus cabellos y ojos; del tinte de la sangre. Ellos la llamaron La Implacable, mas ni tanta majestad hacía justicia a sus proezas. Fue por tanto que decidieron nombrarla al igual que los mortales, como La Reina Escarlata.

¿Pero qué razones podrían existir tras semejante título? Esa pregunta la respondieron quienes contemplaron sus obras. Ellos cuentan que su sola presencia bastaba para hacer frente a ejércitos enteros; que cuando luchaba, el color rojo teñía hasta las nubes del cielo. Dicen que su mirada era como el fuego, y su voz como el gruñir de los osos pardos. Mas no era su rugir lo que causaba el pánico en sus rivales.

Sabido era que la Reina gustaba de reír durante las batallas, mas no en alegría ni placer. Aquel era un sonido desquiciante, un alarido de furia y locura incesante, que poco a poco opacaba las voces de sus rivales. No existe caído que haya oído tal cacofonía y vivido para contarlo, pero si lo hubiera, es seguro que no sería capaz de olvidarla jamás.

Ella no era solo una mujer, ni siquiera podía asumirse que era humana. Era temida por enemigos y aliados por igual. No conocía el descanso ni tampoco deseaba conocerlo hasta no dar por concluida su misión; la extensión total de los caídos, y por ende, el fin de la guerra.

Todo el reino se estremecía con solo pensar en su presencia; todos, a excepción de una persona; un muchacho de pieles bronceadas, que cubría su figura bajo una capa negra de piel de oso. Jamás hablaba con nadie, y solo se dedicaba a seguir el rastro de destrucción dejado por la Reina. A este ente le llamaron El Fantasma, y luego, El Rey de Negro.

Sea donde fuese que la Reina Escarlata era avistada, en poco tiempo, también lo sería el Rey de Negro. Y cada vez que ellos cruzaban sus caras, cada vez que el Rey y la Reina se unían, el escenario era reducido a escombros. Ambos luchaban en una batalla encarnizada, un choque de poderes que jamás veía un vencedor. Su conclusión era siempre la misma; la retirada de uno de ellos. O al menos… así fue hasta ese día.

 

El Rey tarareaba una pegadiza tonada mientras andaba. Su mirada permanecía quieta en el frente mientras el humo y el polvo entraban y salían de sus pulmones. Aquello era molesto, pero con el tiempo aprendió a aceptarlo. Los rayos de sol eran cubiertos por la humareda, haciendo que la atmosfera del lugar tomase un tono lúgubre, y que apenas se pudiese ver más allá de un par de metros. Mas él no necesitaba ver más que eso para saber hacia dónde debía ir; solo era cuestión de seguir la sangre y las armaduras desperdigadas.

Ahí yacía ella, bañada en la linfa de sus enemigos y sentada sobre lo que alguna vez fueron los cimientos de un viejo hogar. A su alrededor, un mar de fluidos espesos y rojizos alcanzaba a cubrir las calles del destruido pueblo. Por supuesto, ni una gota resultaba ser de su propiedad, más sí nacida de sus manos.

Oyó entonces las pisadas del muchacho que poco a poco se acercaba; el sonido de sus botas chapoteando sin miedo ni preocupación. Sintió su mirada clavándose en su espalda, como dos alfileres que se adentraban en su piel, mas ni siquiera quiso voltear a verle. No tenía deseo alguno de mostrarle su rostro.

—Esto ya ha durado demasiado, Elsa —señaló Rey—. ¿Cuántas veces hemos pasado por esto? ¿Cuánto tiempo llevamos viéndonos para luchar y nada más?

La mujer resopló, y luego de limpiar su garganta se dignó a responder:

—No soy yo quien lleva la cuenta, Adam. Ni el tiempo ni las formas son de mi interés. Ninguna de ellas va ayudarme, por lo cual no hacen sino estorbar.

—En ese caso, dime cuantas veces más tendremos que hacerlo —demandó con gentileza.

—No hay un fin para esto, no uno que yo ni que nadie pueda ver. Mi deber es marchar y luchar, y nada más que eso.

—No es a la guerra a lo que me refiero. Ya hemos tenido esta conversación, y sabes hacia donde apunta. Termina de una vez con esto, y regresemos al hogar que tan ansiosamente nos espera.

La voz del Rey fue firme, mas había tristeza en su tono. Una y otra vez se había repetido aquella misma escena, y siempre acababa en lo mismo. Una serpiente mordiendo su misma cola, un ciclo sin fin, un chiste que hace mucho había dejado de dar gracia.

Elsa abandonó su asiento. Resopló para sí misma antes de estirar su cuerpo y voltear para ver al muchacho con su pena disfrazada de valentía. Sus ojos se clavaron sobre su alma; la mirada de un cadáver, de una mujer que ha visto y pasado por lo peor, y cuya alma se había podrido en los campos de batalla.

—No hay nadie esperándome en ese viejo pueblo; ni un hogar, ni amigos, ni una familia —replicó sin vacilar—. Todo lo que me queda es tu compañía, y esta misión que cumpliré con lo último de mis fuerzas.

Ella comenzó a caminar hacia él. El sonido de sus pasos era aterrador; se movía como una dama de la nobleza, pero la fuerza de sus pisadas era la misma que la de un soldado. Su sonrisa vacía y sus ojos de asechador amenazaban al Rey con nada más que su presencia. Ese solo semblante habría bastado para matar del susto a cualquiera. Pero para Adam, eso no era más que un recordatorio; un golpe al pecho que le llenaba de tristeza por recordar a la mujer que alguna vez amó.

—Bien podrías ser lo único que me ve como algo más que un monstruo. Incluso yo, que bañada en muerte y desgracia, he perdido todo el tacto de mi corazón, soy incapaz de darte ese golpe de realidad que tanto necesitas. Ojalá no tener que repetir la misma respuesta, el mismo momento, y la misma escena que ya bien conoces…




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