Atrás quedó aquel pueblo abandonado por las manos del cielo. Sus avejentados caminos, que tras tan sañuda batalla quedaron repletos por la podredumbre y las cenizas, deberían esperar para volver a ver la silueta de cualquier mortal. Pues de ellos se alejaron los dos últimos combatientes que enfrentaron sus armas sobre ellas.
Una vez desaparecidos del lugar, la pareja surcó los campos hasta llegar a una sabana deshabita y tranquila; donde del caos que les precedía no podía verse más que su lejano humo en el horizonte. Ni los animales ni las bestias se atrevían a perpetrar la tan afectuosa paz que reinaba en aquellos lares. Sobre ellos yacía un cielo con un millar de estrellas, acompañadas por una inmensa y seductora luna, cuya luz recubría cada ángulo y esquina y acariciaba el césped de color castaño opaco.
En medio de aquel bello escenario, una flamante pila de leña era contemplada en silencio por un Rey de gastadas vestiduras. Frente a la silueta de esta, yacía la inconsciente y adolorida dama de la muerte, descansando sobre la avejentada capa de piel de oso.
Él quiso de evitarlo; trató con todas sus fuerzas de acallar las ideas que venían a su mente, y que eran empujadas de manos de aquel susurro fantasmal. Aquella maldita voz, de ese ente de existencia inverosímil, no hacía más que quitarle el sueño y atentar de sobremanera con su paciencia.
«Cuatro, Adam; cuatro fueron los años que le seguiste de manera incansable.»
Ahí persistía el desgraciado, negándose a la idea de partir sin importar cuanto le ignorase, le maldijese o le implorase por soledad. Su compañía era el tormento. Una tortura que no se basaba en la sangre o el dolor, sino en el pensamiento más aparente.
«¿Quién podría juzgar a un hombre como tú, que con todo el amor y la dedicación te entregaste a la mujer que amabas? Lejos quedaron esos días donde sus caricias llenaban tus tardes, y su besos creaban recuerdos imborrables a los que te sigues aferrando.»
—No. Basta, ya me he negado lo suficiente —replicó en un susurro.
«Pero no puedes negar el paso del tiempo, y la realidad está cada vez más cerca de ti. Mírala ahora, tan frágil y tranquila. ¿No sería mucho peor dejar que despierte y se vuelva a alejar de la única persona a la que de verdad le importa? ¿Y para qué? ¿Para regresar y adentrarse en ese mundo de violencia y locura?»
—Esa decisión no es mía para tomar.
«¿Y es que acaso ella puede tomar esa decisión? Sabes lo que le ocurre. Sabes que un día ni siquiera podrá reconocer su propio nombre, y menos a ti. ¿Por qué has de sufrir por alguien así, por una causa tan perdida como esta? Ella ya la elegido su camino, y es hora de hacer lo mismo.»
—Porque fue mi decisión —resopló tragando saliva—. Porque mi corazón no podría soportar la idea de abandonarla, y porque ella haría lo mismo por mí…
«¿Lo haría, Adam? De verdad… ¿puedes asegurar que lo haría?»
Y tras semejante pregunta, el silencio reinó por fin. No hubo más comentarios del espectro; no insistió, no prolongó por más tiempo aquel interminable desfile de preguntas. Sin embargo sus palabras, esas que abanderaban una causa tan cierta como su propia presencia, no se desvanecieron. Y Adam, ensimismado por las incógnitas y el significado que las mismas crearon, continuó sin atreverse a pegar una pestaña; solo, pero igual de perplejo.
La Reina comenzó a moverse cuando la luna llegó a su punto más alto. Eran gestos simples, pequeñeces como acariciar sus brazos o dejar salir un silencioso quejido entre sus dientes. Ni la fuerza ni la determinación le alcanzó para mirar a sus alrededores sino hasta llegadas las primeras horas del día siguiente; cuando el sol se asomó por fin en el horizonte, y sus rayos iluminaron con sutileza el pacífico prado.
Su figura se alzó con torpeza mientras un refunfuñe molesto escapaba de sus labios. Trató de pararse, mas solo alcanzó a ponerse de rodillas sobre la vieja y arruinada capa. Acarició su piel, sintiendo el dolor de las quemaduras, que, aún que de manera mucho más tenue, aún ardían con palpitante malestar. Repasó el terreno con un mero atisbo; volteó en todas direcciones, mas su atención solo fue robada por el cansado semblante de su enamorado al otro lado de la pila de cenizas.
Ellos se observaron en profunda mutismo por un tiempo excesivamente largo. Ninguno se atrevió a ofrecer palabra alguna, como si esperasen a que fuese el otro quien se atreviese a hacerlo. Esto, tal vez por inquietud, tal vez por timidez, o incluso, a causa de no saber cómo abordar la situación; después de todo, ambos tenían sabida la razón de su encuentro actual, y tal no era un tema sencillo de abordar.
—Lamento no poder ofrecerte nada —señaló Adam—. No suelo llevar comida conmigo, y pequé de pereza por tampoco darme a la tarea de buscar.
—Está bien. No siento el deseo de llenar mi estómago, no en la inmediatez al menos.
—Ahora que lo recuerdo, tuve un encuentro con un viejo oso antes de que llegáramos aquí. Era grande y fornido, pero también lento y torpe. Es probablemente que se encontrase en sus últimos tiempos…
Elsa bajó su mirada hasta el tapado. Sus dedos acariciaron la piel, como si intentaran sentir el tiempo transcurrido desde la creación de dicha prenda.
—Hubiese podido conseguir un excelente reemplazo con su piel —agregó el Rey.
—¿Es eso cierto? —le observó curiosa—. No tenía idea que el hombre de magia y hechicería era además un instruido en el arte de manufacturar telas. ¿En qué tiempo tomaste la decisión de centrar tus esfuerzos?
—La vida del viajero otorga muchas libertades para el ocio. Un buen día, cuando mis primeros ropajes acabaron por desfallecer, vi la oportunidad de darme a la práctica, y así comencé. Es increíble hasta para mí, pero acabé disfrutándolo.
Elsa asintió con un gesto. Su sorpresa fue minúscula, más la imagen de su amado confeccionando pieles y cuero a medida que avanzaba a través de los caminos le parecía, cuanto menos, adorable. Fantaseó además, por breves instantes, con la idea de llevar consigo una prenda hecha por sus manos, pero rápidamente dio entierro a tal pensamiento.
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Editado: 31.07.2023