Divinos: Escarlata y Negro.

La verdad.

 

Inmenso era el número de personas que surcaba las calles de Hirzelia. Rebosantes estaban las tiendas, los bares y las veredas gracias al ir y venir de los viajeros; hombres, mujeres y niños que por voluntad buscaban baratijas y recuerdos que llevar consigo. Los faroles iluminaban cada esquina que la luz de la luna no era capaz de bañar. Por miles se contaban las voces que comentaban y compartían semejante encuentro, y en su fondo resonaba la música que de brillantes artistas nacía. Y bajo dicha magia se bailaba, se bebía y se olvidaba el horrido mundo de muerte del cual sufrían tales tierras. Incluso si era por unos instantes, un parpadeo en el inmenso panorama del tiempo, era invaluable sentir una chispa de la vieja paz de antaño.

Frente a semejante jolgorio, resultaba imposible que la nostalgia no invadiese los corazones del Rey y la Reina. Sintieron así la familiaridad del momento, un extraño arrullo de pertenencia al estar rodeados de tanta serenidad.

—Pues sí, las diferencias con las viejas reuniones del pueblo son notables.

—Solo en tamaño, mi querido Adam —resopló Elsa—. En esencia, no es muy distinto a las viejas costumbres de casa. Pero he de admitir que saben aprovecharse del disfrute de su gente. Eso es… cautivador, cuanto menos.

Los ojos de la joven apuntaron hacia la fila de comerciantes que velaban sobre el borde de la acera. Mas en concreto, centró su atención sobre una lujosa bufanda que un adiestrado sastre exponía al borde de su mantel. Junto a ella yacían una desena de ellas, todas de distintas formas, colores y tamaños. Sin embargo, fue aquella la que logró captar su atención. Era roja, de un tinte escarlata semejante al flujo que por sus venas corría. Su tela desbordaba gallardía, a tal punto en que podía sentir su suavidad con el solo roce de su vista.

Adam le observó mientras sus ojos se perdían sobre tan bonito atuendo. A los ojos de cualquiera, Elsa no parecía tener un verdadero interés sobre ella, mas tal fachada no bastaba para engañar a la aguda experiencia del muchacho junto a ella.

—He de admitir que tienes un gusto muy particular para tu vestimenta, querida —le comentó este último—. Aunque, he de señalar que está pieza en particular sería perfecta para ti. Me atrevo a decir que hasta parece destinada a caer en tus manos.

Los ojos de Elsa se dispararon hacia él. Notó entonces la peculiaridad de su gesto, uno que por el momento no irradiaba ningún tipo de confianza ni cariño.

—Es una bonita prenda, he de admitir —resopló—. Debo preguntar ahora, ¿es acaso otro de tus planes el que puedo ver a través de tu mirada?

—¿Planes? Mi querida, me siento ofendido por semejante comentario. Es como si sugirieses que estoy a punto de hacer alguna barbaridad —respondió agravando su expresión—. Solo estaba pensando en que, tal vez ese mercader piensa como yo. Tal vez… él piensa que tú debes poseer tan bonita prenda. Al final del día, ¿quiénes somos nosotros para interponernos ante los designios del destino?

Adam se alejó de ella camino al mantel del pobre hombre. Aquello claramente olía a problemas, más estaría mintiendo si negase la gracia que la muchacha sentía al verle intentarlo. Tal era la misma que, con cierto descuido, dejó que se le formase una pequeña, casi imperceptible sonrisa en el rostro.

—Mira nada más al caballero de guantes negros —suspiró ella con ironía.

El Rey se detuvo a observar el lugar. A unos cuantos centímetros del mantel, las personas caminaban sin siquiera prestarle atención a su mercancía; pocos eran quienes se detenían a mirar. Esto dejaba un espacio vacío considerablemente grande, haciendo que fuese imposible el escapar de la vista del matero. No sería tan simple como tomar la prenda e irse.

Tras unos momentos de pensar en ello, caminó junto al mercader con la tranquilidad que portaría cualquiera. En la punta de su dedo conjuró una esfera de color oscuro, similar al alquitrán; un diminuto punto negro de un tamaño no mayor al un grano de arroz. Con un movimiento rápido la arrojó detrás del hombre, alcanzando a golpear el letrero que a sus espaldas reposaba. La sustancia ardió de inmediato, y su calor no tardó en formar llamas y humo que se esparcieron a través de la madera.

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuera de las casas! —clamó el muchacho exponiendo un semblante de horror.

El pobre mantero volteó con premura y nerviosismo, alcanzando a observar como el fuego trataba de esparcirse hacia los edificios aledaños. Y haciendo uso de tan maliciosa treta, Adam alargó el brazo, tomó la bufanda, y la ocultó bajo sus ropas antes de marchar de regreso hacia la multitud.

Por su parte, la Reina observó la escena con un su usual indiferencia, pero reconociendo cierto asombro en su interior. Dedicándole una orgullosa sonrisa, su amado le extendió el hurtado obsequio sin mediar una palabra.

—Astuto es el zorro que en campos ajenos se a hospedado —señaló arrancándole la prenda de las manos.

Y tras tal comentario, posó el pedazo de tela sobre sus hombros, y dándole un par de vueltas le acomodó con gracia alrededor de su cuello. Mas allá de haber sido un simple cumplido, dicha prenda sí parecía haber sido fabricada para la joven, pues tanto el color como la tela combinaban a la perfección con su nuevo atuendo; hasta se asemejaban al escaso brillo de sus ojos, que ahora se disparaban con gratitud hacia el muchacho frente a ella.

—Es perfecta —señaló Adam—. Me atrevo a decir que, jamás esperé el volver a verte tan bella y reluciente; o al menos, no de manera tan repentina.

—Son solo un manojo de trapos viejos, mi querido. Un envoltorio no puede cambiar lo que hay dentro. Sin embargo, sí puede engañar al ojo de quien busca una evocada belleza.

Ella le tomó por el cuello de su camisa, mas no con brusquedad como en anteriores ocasiones. Sus dedos se aferraron con delicadez, y con cierta ternura le empujó unos centímetros en su dirección, mas sin atreverse a permitir que sus cuerpos se tocasen. Y en respuesta, su amado posó su palma sobre la suya, y dio un paso más hasta quedar cara a cara con esta.




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