Divinos: Escarlata y Negro.

Bailando en la oscuridad.

A pesar de los bien intencionados intentos de la guardia de Hirzelia, nada podían hacer contra el avance de los invasores. Eran superados en número, fuerza, entrenamiento y experiencia por igual. Ninguno de aquellos esperó jamás el tener que combatir abiertamente, y mucho durante una noche que nada más que la paz prometía. Los pálidos llegaron de la nada, arrastrándose bajo el arrullo nocturno mientras los vivos bailaban y permanecían distraídos.

La sangre de los inocentes fue vertida. El sonido de los gritos viajaba a través de los campos, llegando hasta la cumbre de las montañas para luego ser silenciados en la nada. Quienes cursaban las calles en búsqueda de la seguridad eran irremediablemente atrapados por los malditos que yacían en los callejones; y quienes con anterioridad se escondían allí, descansaban ahora en el suelo con sus miradas vacías y sus cuerpos tan fríos como iglúes. Las casas, las tiendas, las tabernas y pequeños negocios eran mancillados; sus entradas rotas y sus vienes repartidos entre los autores de tan bajo acto.

Frente a tal escenario, el capitán de tan sanguinaria división, el guerrero zhan'kar Medved, señor de los campos y cumbres como se hacía llamar, observaba con estoicismo. La calma se reflejaba en su mirada, un desapego inamovible del cual no desprendía ni el odio ni la tristeza, mas tampoco la alegría o la excitación. Bajo la máscara, la seriedad tersaba su semblante en un gesto digno de aquel que ha marchado en más de mil batallas.

Vio con sus propios ojos las atrocidades que sus hombres provocaban, mas no reparó sobre ellos por mucho tiempo. En cambio, su atención fue robada por la imagen que en el centro de la plaza se formaba. Dos jóvenes de aspecto familiar; una dama vestida de rojo, y un muchacho de telas negras. Los mismos le devolvían un semblante enfurecido, uno que expresaba el más honesto desprecio y las intenciones de cargar en su contra. Entonces, apretó con fuerza el mango de sus hachas, y sin dudar comenzó a caminar en su dirección.

Los bellos en la nuca de Elsa se erizaron con su sola respuesta. No hubo titubeo, no hubo insultos ni presentaciones, pero más importante, no sintió el temor en sus actos. Supo por tanto, que aquel no era un enemigo más de los tantos que le habían desafiado, y su corazón se aceleró con intranquilidad. Mas no por eso estaba resignada a luchar. De manera inmediata trató de soltarse del agarre de su amado, pero este le sujetó con mayores intentos de impedirle que marchar.

—¡No! —vociferó terminante—. ¡No estás en condiciones de pelear, y no me gusta nada la apariencia de ese sujeto! Hay algo muy extraño en él, puedo asegurártelo.

Elsa gruñó con desagrado, reteniéndose a sí misma para no arremeter contra el joven. Él también lo sintió, él también lo sabía. Sin embargo, la naturaleza salvaje de la Reina le impedía tomar en cuenta ese razonamiento.

—Más te vale soltarme en este mismo instante, Adam... No lo voy a repetir.

—Escúchame al menos esta vez, te lo ruego. No puedes luchar así, hace días apenas podías moverte. Por favor, si trabajamos juntos podemos...

—¡NO!

Ella clamó, tal vez con exigencia, tal vez con desesperación. Tiró entonces de su palma, pateó y hasta empujó a Adam para poder escapar de su agarre, y este último aguantó hasta que sus fuerzas no pudieron más. Cayó entonces el Rey, solo pudiendo observar cómo su amada cargaba una vez más hacia el frente.

La pobre joven ahogó un potente grito de dolor cuando la sangre emanó de sus venas. De ella nació una maldecida espada de brillante carmesí, que con su filo rebanó a cuanto soldado se cruzase en su camino. Elsa giró sobre sí, una y otra vez, arremolinándose en una danza que dejaba tras de sí cortes tan perfectos como los del cuchillo de un carnicero. A pesar de su debilidad, aún tenía la fuerza y la determinación para pasar a través de carne, huesos y metal. Y a pesar de ser testigo de semejante carnicería, el soldado zhan'kar no se mostró sorprendido. Su temple se mantuvo frío mientras continuaba su andanza, apenas empujando con cuidado a sus hombres para despejar su camino. Aun así, él nunca quitó su vista de los ojos de su rival. La vio entonces, alzándose sobre él con un chillido inhumano, semejante al de las criaturas que se arrastran y pululan en la oscuridad. La hoja se abalanzó sobre él, encontrándose así con el filo de sus hachas, dando así comienzo al combate.

El primer impacto de las armas hizo retumbar el suelo, resquebrajando los ladrillos sobre los que Medved yacía. La Reina rugió nuevamente, blandiendo su espada hacia su vientre. El chisporroteo del metal iluminó el encuentro cuando su filo fue intervenido por el reverso de una de las hachas. A esta le siguió su hermana, volando desde la derecha y encaminada hacia al pecho de la Reina. Elsa retrocedió, esquivando el corte pero permitiendo que este se llevase algunos mechones de su cabello. Trató entonces de reposicionarse, alzando su guardia para defender su posición, pero Medved replicó con una embestida; guillotinó sus armas, no apuntando hacia su rival, sino golpeando el suelo bajo sus pies. La tierra tembló por la potencia del impacto, logrando sacar de balance a la joven, quien solo pudo elevar su espada para bloquear el siguiente ataque. Sin embargo, la fuerza de este último fue algo inesperado. Se oyó entonces el repicar del metal. Una grieta fue inmediatamente creada a través de la hoja, y los pies de Elsa fueron separados del suelo sin cuidado alguno. Para la joven fue tan solo una fracción de segundo, un abrir y cerrar de ojos en los que la batalla concluyó.

Su cuerpo fue lanzado hacia atrás con la misma fuerza que los árboles son arrancados por los tornados. Golpeó a un total de ocho soldados, de los cuales tres fueron partidos por la mitad, y el resto derribados hacia la inconciencia absoluta. Una montaña de tierra y polvo se elevó en el instante que la Reina impactó contra la pared de un viejo hogar. Después de tantos años, ella cayó de una manera que jamás hubiese imaginado.




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