Doce asesinos en un tren hacia el infierno

Capítulo dos: Todo lo que diga puede ser usado en su contra

TODO LO QUE DIGA PODRÁ SER USADO EN SU CONTRA.


El tren que transporta a los doce asesinos hacia el infierno se desplaza a
buena velocidad, con una suspensión impecable. Servicio de primera. Es de
noche, aunque no es una noche convencional. Hay luna y estrellas, pero
también una claridad fría, es la noche más despejada que El Librero vio
jamás. El cielo muestra otra peculiaridad, relámpagos sin lluvia. Fuertes
flashes restallan una y otra vez, generando un efecto discretamente
atemorizante. Los rayos también se dirigen a un punto al final del camino,
semejan extensiones de luces.
Las caravanas de grandes vehículos a los lados del tren siguen siendo muy
numerosas, aunque el Librero nota más espacios vacíos entre unas y otras.
Algunos grandes autobuses se han quedado varados y la gente se desplaza
a pie, parsimoniosa. Con asombro detecta varias carrozas negras, tiradas
por caballos enormes. Se desplazan entre las unidades mecánicas.
Vislumbra a los pasajeros en ellas, aunque es poco lo que puede distinguir
claramente. Más y más personas. La rueda nunca para de girar, piensa. Le
entra un escalofrío.
Cuando voltea al interior del vagón, nota que lo secundan en su inspección
al exterior la Argentina y el Obispo. El Librero no puede evitar centrar su
interés en la mujer. Siente que puede captar, como con una antena, la
esencia de ella. Su mirada lánguida se le antojaba cercana, cómplice. El
Librero, concentrado, intenta recordar si había visto a esa mujer antes.
¿Porqué tanto interés? Él no iba de galán trasnochado, Don Juan otoñal sin

más ni más. No encontró una respuesta satisfactoria. Tenía bellos ojos.
Después de arrugar el rostro, El Librero se dio unos golpecitos en la frente.
No quería que la Argentina le absorbiese toda su atención. Se obligó a
chequear al resto de los pasajeros.
El único dinámico y con actitud animosa era el Barbudo. Iba y venía,
chequeando cada bisagra, cada remache del lugar.
- ¿No me dijo que estábamos atrapados? – soltó el Librero – le veo
buscando alternativas.
- Una información básica y cierta destinada a generar una respuesta de su
parte... que no apareció.
El Librero se encogió de hombros.
- Las fortalezas inexpugnables lo son hasta que dejan de serlo – siguió el
Barbudo - La cárcel de Alcatraz, la mazmorra subterránea de Brandenburgo,
Fort Knox... todas ellas cedieron ante el escapista capaz.
- Quiere entrar en los records... - dijo El Librero. El Barbudo lo vio con
desprecio.
- El genio que escapó de Alcatraz murió feliz sin necesidad de premios...
tengo una de las doce copias del libro secreto del Gran Houdini... el máximo
mérito...es ser invisible.
- Soy Librero, pero ese no lo tengo. ¿Me lo vende? Su copia estará
autografiada, supongo... - El Librero no podía evitar ser sarcástico.
El Barbudo lo vio de medio lado, desdeñoso. El Librero optó por replegarse.
El tipo parecía de armas tomar. Lo dejó chequeando la puerta que daba a
los demás vagones y observó al resto. Allí el silencio mandaba. Algunos
parecían concentrados en cualquier detalle nimio del interior del vagón,

aunque más bien estaban sumergidos en el interior de sí mismos, con
variantes según quien fuese el pasajero. El Librero sintió el impulso lúdico
de dividir en dos grandes grupos a sus compañeros de viaje. Los que
trataban de evadir la situación encerrados en sí mismos y obligándose a
parecer desvinculados de los demás, haciéndose los dormidos, tapándose
la cara, mirando al frente; y los que no querían sentirse solos, los que
querían integración, éstos miraban nerviosamente al resto, sin conseguir
activar el contacto. La Griega echaba un vistazo a alguno de los pasajeros,
uno distinto siempre, y luego volvía a una zona neutral dentro de sí. El
Obispo se veía muy reprimido. Movía los labios en una conversación consigo
mismo que intentaba sofocar. El Líder sonreía a quien le obsequiaba una
mirada, pero las reacciones de los demás eran entre discretas e
inexistentes. El Catedrático parecía eternizado en una mueca de desdén.
Al Librero le parecieron divertidos esos malabares mentales hasta que se
dio cuenta de que él no estaba exento de tal clasificación, de hecho tenía
unas ganas incómodas de abordar a la Argentina. Un interés que tenía algo
de ansioso, lo sentía como una sensación desagradable. No quería que el
encierro y la incertidumbre al que estaba expuesto empezaran a hacer mella
en él. Por el momento, conservaba todo el aplomo que necesitaba.
A través de las ventanas empezó a entrar un poco más de claridad. Aunque
complicó aún más definir si era madrugada o empezaba el amanecer, o si al
menos era de noche, al Librero le gustó el cambio. Lo tomó como una señal
y se decidió a abordar a la Argentina de todos modos, casi convencido de
que no era por practicar su galanura, le parecía importante no quedarse de

brazos cruzados. Se acomodó en su asiento. Mentalmente contó hasta tres
y luego volteó hacia la Argentina.
- ¿Cómo se siente?
La Argentina tardó en responder. Su mirada era melancólica. Hizo un
esfuerzo visible.
- Horrible.
Por unos instantes pareció no tener sentimiento alguno.
- Pero, gracias.
El Librero le dedicó una mirada cariñosa, en ella intentaba transmitir la
tranquilidad que él mismo no albergaba.
- Si el agredido hubiese sido yo – el Galán intervino de sorpresa con todo
el tono burlón que pudo elaborar – seguramente el mister aquí presente
hubiese salido al rescate con la misma urgencia ¡Como un cohete! ¡Segurito!
– el joven ensanchaba su sonrisa de guasón, buscando complicidad con la
Griega, ésta también sonrió.
- Ustedes los gay, siempre deseando el rescate de un príncipe – dijo el
Alemán con una media sonrisa.
El Galán, incómodo, volteó en un celaje a ver al otro, pero optó por no hacer
caso.
- Un homofóbico, anoten en sus libretas, como nos dijo el Encargado.
Hagan sus apuestas, todo o nada por su redención – dijo la Griega.
- ¿todavía está mal visto ser homosexual? – dijo la dama elegante, con
mala cara - ¿Y también cree en las brujas?
- Uy, perdón – agregó el Alemán – he estado leyendo en el periódico sobre
eso. No me gusta ser “homofóboco”... homofóbico. Fue sólo para alegrar la
velada.
La disculpa del Alemán parecía sincera.
- La verdad es que salvar a una chica en apuros es fenomenal – agregó
mientras volteaba hacia la Mexicana y casi la atravesaba con la mirada - yo
puedo hacer eso – dijo con toda la galanura que encontró.
La mujer sonrió pero con reservas.
- Cada oveja con su pareja – dijo la dama elegante - los pasajeros
seguimos obedeciendo a instintos reproductivos aunque se supone que
estamos en procura de paradigmas diferentes.
El Alemán le hizo una mueca muy clara a La Mexicana: “¿De qué habla esta
mujer?” La otra volvió a sonreír, siempre conservando las distancias.
- Fue una reacción instintiva del amigo, nada más – dijo la Argentina,
señalando al Librero.
- Más bien un arrebato de pasión – dijo la Griega, mostrando una sonrisa
hueca.
El Librero y la Argentina no pudieron evitar verse. El hombre dejó escapar
una sonrisa discreta. Ella se mantuvo seria, observándolo con mirada
penetrante. Parecía no entender por qué tanta atención. Habló para quitarse
los focos de encima.
- Lo que hice fue una estupidez. No entiendo porque hago cosas
desquiciadas como esa.
- Fue una reacción digna, no le busque vueltas – insistió el Librero. Le
mostró una flor imaginaria.
- Se merece un clavel...
La Argentina lo vio seria.
- ¿Color?
El librero quedó pillado infraganti, improvisó
- Eh... ¿Amarillo?
Algo hizo clic en la Argentina, su mirada dio un viraje, menos
condescendiente.
- No sabe lo que dice.
- Sólo quería...
- Con el Encargado reaccionó algo tarde, ¿no le parece?
El Librero se quedó sin palabras.
- Igual va para cualquiera de ustedes. No veo por qué tanta conformidad
en una situación tan horrible como ésta.
- Bueno, no habían agredido a nadie – intentó reflexionar el Librero.
- ¿Le parece poca agresión tenernos aquí obligados sin darnos
información? Esto no es un viaje turístico, mi estimado, parecemos borregos
rumbo al trasquile...
El Librero vio a la Argentina con buen humor.
- Bueno, si la vuelvo a ver en apuros, mejoraré mis tiempos, madame.
- No amerito atención especial. Soy una más en este vagón.
El Librero frunció el ceño. El vaso se había derramado.
- Evidente, no me trate como a un tonto...
- ¡Que tierno! La primera pelea – soltó el Galán.
El Librero y la Argentina voltearon al mismo tiempo y velocidad a ver al
Galán, con un reproche en la mirada.
- Cuando volvamos quiero ser el padrino – insistió el Galán, con guasa.
- No vamos a volver a ningún lado – intervino el Barbudo. Lo más que
podemos aspirar es a sobrevivir en el infierno. O en limbo, o donde fuese. Y
sólo lo haremos los más aptos.
El hombre dijo lo suyo sin mostrar entusiasmo. Para los demás fue una
corriente de viento gélido.
- No hay forma de estar seguros sobre nuestro destino, así que no demos
las cosas por sabidas – intervino el Librero.
- Bueno, según el boleto y el Encargado... dijo cabizbaja la
Desgarbada.
- Ya descarté al doctor Attenbourg como responsable de todo este asunto,
pero me huele a obra montada, puesta en escena – argumentó la dama
elegante.
- ¿Y cómo es eso, con qué motivo? – preguntó la Argentina.
- Para experimentar con nosotros. Estamos en medio de un test, quieren
ver resultados. A lo mejor somos víctimas de una agencia secreta, de un
país muy poderoso.
- La señora ha visto mucha televisión – dijo el Catedrático, incrédulo.
- Soy científica. No me gusta la televisión. El Encargado nos dio unas
instrucciones que me parecen sospechosas. Es todo.
La mirada y el tono de la dama elegante, la Científica, mientras observaba
incólume al Catedrático, eran convincentes. El viejo miró para otro lado.
- Ajá. Somos conejillos de indias – se interesó la Argentina - ¿Qué más?
La Científica se encogió de hombros.
- Este tren va raudo y sin obstáculos derechito al infierno, y nosotros de
brazos cruzados – sentenció el Barbudo.




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