Doctor Corazón

Capítulo 1

Mi nombre es Amanda Sousa, tengo 25 años, y mi vida, que alguna vez fue un cúmulo de risas y noches interminables, se ha convertido en una pesadilla de la que no puedo despertar. Vivo con mis padres, en el mismo hogar que me vio crecer, pero ahora es un refugio frío y silencioso, donde cada día es una batalla contra un enemigo invisible. Un enemigo que, por culpa de una negligencia médica, creció en las sombras, alimentándose de mi ignorancia y de la incompetencia de quienes debían protegerme.

Hace tres años, todo era diferente. Era una joven llena de vida, rodeada de amigos, bailando en fiestas y disfrutando cada momento como si el tiempo no tuviera fin. Pero en medio de tanta alegría, algo oscuro se gestaba en mi oído. Una otitis, aparentemente inofensiva, fue el primer aviso. Acudí a un otorrinolaringólogo, confiada en que un profesional sabría qué hacer. Pero no fue así. Me revisó con prisa, sin profundizar, sin sospechar que aquella infección era solo la punta del iceberg. Me envió a casa con unas pastillas y una falsa sensación de seguridad. Y así, durante tres años, viví engañada.

Tres años en los que mi cuerpo luchó en silencio, mientras yo seguía riendo, bailando, ignorante del monstruo que crecía dentro de mí. Hasta que un día, el dolor regresó, más intenso, más cruel. Mi oído comenzó a drenar líquido, y una protuberancia apareció, como una señal de alarma que ya no podía ignorar. Volví al médico, esta vez con el corazón encogido por el miedo. Recuerdo cada detalle de aquel día, como si fuera una película que se repite una y otra vez en mi mente.

El médico me miró con seriedad, sus palabras cortaron el aire como cuchillas.

—Señorita Sousa, necesitamos hacerle una biopsia.

—¿Una biopsia? ¿Por qué? ¿Qué es esto? —pregunté, sintiendo cómo el pánico se apoderaba de mí.

—Debemos descartar algo grave —respondió él, frío, distante, como si no estuviera hablando de mi vida, de mi futuro.

Me sacaron un pedazo de aquella protuberancia, y aunque el dolor físico era insoportable, el dolor emocional era aún peor. Salí de allí con un frasco en la mano y un nudo en la garganta. Los días que siguieron fueron un infierno. La ansiedad me consumía, el dolor me perseguía, y la incertidumbre era mi única compañía. Me sometí a resonancias magnéticas, placas, exámenes interminables, mientras esperaba, en silencio, a que el destino me diera su veredicto.

Y llegó el día. El día en que mi mundo se derrumbó. El médico me miró a los ojos, y su voz resonó en mi cabeza como un eco interminable.

—Señorita Sousa, lamento decirle que tiene cáncer.

Cáncer. Una palabra que nunca pensé que definiría mi vida. Una palabra que, en un instante, borró todos mis sueños, mis planes, mi futuro. Tenía 25 años, y me decían que me quedaban pocos meses de vida. ¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo podía aceptar que mi vida se reducía a un puñado de días, marcados por el dolor y la desesperación?

Me sumí en una depresión profunda, encerrada en mi habitación, luchando contra la realidad que no quería aceptar. Mis padres, mis pilares, lloraban en silencio, destrozados por la idea de perder a su única hija. Yo, que alguna vez fui su tesoro, ahora era un fantasma, una sombra de lo que fui.

Pero en medio de la oscuridad, algo dentro de mí se negó a rendirse. No podía permitir que esta enfermedad me robara todo. Si iba a morir, no sería sin luchar. Así que me levanté, con el corazón roto pero con una chispa de esperanza, y enfrenté lo que venía.

El oncólogo me explicó el tratamiento: quimioterapia, radioterapia, efectos secundarios devastadores. Cansancio, caída del cabello, náuseas, dolor. Pero lo peor de todo era saber que no había cura, solo tiempo. Tiempo prestado, tiempo robado.

—Es para darte un poco más de vida —dijo el médico, con una tristeza que no pudo ocultar.

—¿Vida? —respondí, con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo puede llamarse vida a esto? Tengo 25 años, doctor. Ni siquiera he vivido.

Pero no hay vuelta atrás. No hay manera de cambiar lo que pasó. Solo queda seguir adelante, con la esperanza de que, tal vez, pueda dejar algo detrás. Un legado, una historia, algo que le recuerde al mundo que Amanda Sousa existió, que luchó, que amó, que vivió, aunque fuera por poco tiempo.

Ahora, cada día es una batalla. Una batalla contra el dolor, contra el miedo, contra la desesperación. Pero también es una batalla por encontrar un significado, por dejar una huella, por vivir, aunque sea un poco más.

"Porque al final, la vida no se mide por la cantidad de tiempo, sino por la profundidad con la que sentimos, amamos y creemos.

Y yo, Amanda Sousa, con el corazón roto, no pienso rendirme.




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