Doctor Corazón

Capítulo 2

— Amanda…

Escuché mi nombre, una voz lejana, como si viniera de otro mundo. Era la llamada a radioterapia, el comienzo de otro día en esta pesadilla interminable. Me levanté con esfuerzo, sintiendo el peso de mi cuerpo, como si cada paso fuera una batalla contra la gravedad. El oncólogo me había dicho que no dolería, que no picaría ni quemaría. Solo escucharía chasquidos, zumbidos, y tal vez percibiría un olor extraño, como si el aire se volviera metálico. Pero nada de eso importaba. Lo que realmente dolía era saber que esto era solo un parche, un intento desesperado por ganar tiempo. Tiempo que, de todos modos, se me escapaba entre los dedos.

Cinco sesiones por semana, de lunes a viernes. Cinco veces en las que me acostaba en esa máquina fría, mientras los rayos de alta energía atravesaban mi cuerpo, buscando destruir las células cancerosas que habían invadido mi oído. "Es para tu bien", decía la enfermera, con una sonrisa forzada. ¿Mi bien? ¿Cómo podía ser mi bien si cada día que pasaba me acercaba más al final? Si solo me quedaban unos meses, ¿de qué servía todo esto?

Después de la radioterapia, llegó la quimioterapia. Mis padres, mis ángeles, hicieron lo imposible por pagar el tratamiento. Los adoro por eso, por su fe inquebrantable, por su amor infinito. Pero a veces, en la oscuridad de mi habitación, me pregunto si no sería mejor dejarlo todo, si no sería más justo para ellos no ver cómo me desvanezco poco a poco.

La primera sesión de quimio fue un infierno. Entré en una sala llena de personas, todas conectadas a máquinas, todas con miradas vacías, como si la vida ya les hubiera sido arrebatada. El doctor, al que llamé "doctor corazón" por su amabilidad y su rostro sereno, me explicó que la quimioterapia atacaría las células activas, tanto las cancerosas como las sanas. "Es normal sentir efectos secundarios", dijo, con una calma que me enfureció. ¿Cómo podía ser normal perder el cabello, sentir náuseas constantes, ver cómo mi cuerpo se debilitaba día a día?

Ese primer día, cuando llegué a casa, me encerré en mi habitación y lloré como nunca antes lo había hecho. Lloré por mi vida, por mis padres, por todo lo que nunca llegaría a ser. Mi madre entró a consolarme, pero sus palabras no podían sanar el dolor que llevaba dentro. Mi padre, fuerte y silencioso, lloraba en su cuarto, lejos de mi vista, pero yo sabía que su corazón estaba roto.

Los días se convirtieron en una rutina de dolor y desesperación. Las terapias, las náuseas, el cansancio extremo. Pero en medio de todo ese caos, había un rayo de luz: el doctor Terry. Él siempre estaba allí, con su sonrisa cálida y sus bromas tontas, haciéndonos reír a todas en la sala de tratamiento. "Amanda, tienes una sonrisa que ilumina este lugar", me dijo una vez. Y por un momento, casi lo creí.

Pero no todo era risas. Un día, una de las mujeres que recibía tratamiento junto a mí perdió la batalla. Su muerte me golpeó como un puñetazo en el estómago. Era un recordatorio cruel de lo que me esperaba. Aunque las terapias me dieran un poco más de tiempo, al final, el resultado sería el mismo.

Un día, me sentaron junto a una señora mayor que estaba comenzando su primera sesión de quimio. Estaba furiosa, resentida con la vida. "Yo no quise esto", dijo, mirando la vía en su brazo. "Nadie lo quiere", le respondí, tratando de mantener la calma. Pero ella no quería escuchar. "¿Qué sabes tú, muchacha?", me espetó, con una mirada llena de amargura. "Tengo 25 años y tengo cáncer", le dije, mirándola directamente a los ojos. Su expresión cambió, pero no dijo nada más. Me levanté y me alejé, sintiendo el peso de sus palabras y de mi propia realidad.

Más tarde, en el laboratorio, me encontré con mi amiga Alexa. Estaba pálida, con una expresión de angustia en su rostro. "Amanda, creo que estoy embarazada", me confesó, con voz temblorosa. La noticia me dejó sin aliento. En otro momento, habría sido una gran noticia, pero ahora, en medio de mi propia lucha, solo podía pensar en lo injusto que era todo. Ella, con su vida por delante, enfrentándose a un futuro incierto, y yo, con mi tiempo contado, luchando por cada día.

Cuando volví a casa, me senté en mi cama y miré por la ventana. El cielo estaba gris, como si el mundo supiera que mi luz se estaba apagando. Pero en algún lugar dentro de mí, una pequeña llama seguía ardiendo. No sé cuánto tiempo me queda, pero sé que no quiero pasar mis últimos días sumida en la tristeza. Quiero reír, amar, vivir, aunque sea por un momento.

"Porque al final, la fe que guardemos en Dios, esa luz que, incluso en la oscuridad más profunda, nos guía y nos sostiene, dándonos fuerzas para seguir adelante cuando todo parece perdido."

Y yo, Amanda Sousa, con el corazón roto, no pienso rendirme.




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