Doctor Corazón

Capítulo 3

Cuando escuché lo que ella me dijo, en lo más profundo de mi ser, sentí una punzada de envidia. Era mejor estar embarazada que tener cáncer, pensé. Pero, ¿qué podía hacer? Las cosas en la vida simplemente suceden, sin pedir permiso, sin avisar. Ahora, ella estaba asustada, perdida, sin saber qué hacer con aquella noticia que le cambiaba la vida. Lo único que me contó fue que quería irse de su casa, que ya había hablado con el padre del bebé y que él estaba de acuerdo.

— Me alegra que el padre esté de acuerdo en irse a vivir juntos —dije, forzando una sonrisa que no sentía, pero que quería que ella creyera.

— Sí, espero que nos vaya bien a los dos. Ya tenemos todo listo —respondió ella, mordiendo una empanada con una mezcla de nerviosismo y esperanza.

— Bueno, amiga, me alegra mucho lo que tienes en mente y que logres todas tus metas.

— Y tú, Amanda, ¿qué has hecho? Te desapareciste de todos nosotros —dijo, mirándome con curiosidad, casi con reproche.

— Bueno, amiga, la verdad es que estoy en terapia… Tengo cáncer —confesé, las palabras saliendo de mi boca como un susurro roto—. Y bueno, tengo que hacer muchas cosas para poder seguir aquí, para seguir viva.

Cuando le dije aquello, vi cómo su rostro se descomponía. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, sin decir una palabra más, se levantó y salió corriendo de la cafetería. No la detuve. Marian tenía su vida por delante, un futuro con aquel chico, un bebé en camino. En cambio, yo tenía un camino largo y doloroso por delante, un camino que no sabía adónde me llevaría.

Me levanté de la mesa y me acerqué a la caja para pagar lo que habíamos pedido. La chica que atendía me miró con una sonrisa y me dijo:

— El doctor Donovan ya pagó la cuenta, Amanda.

— Bueno, tendré que pagarle lo que he pedido —respondí, intentando sonreír.

— Ah, por cierto, me dijo que estaría en el jardín. Hay una reunión allí para los niños —añadió, señalando hacia afuera con un gesto amable.

— Ah, okay, gracias, bella —le dije, sintiendo un pequeño alivio al saber que él estaba cerca.

Salí al jardín y lo vi allí, hablando con otro médico sobre algún proyecto para los niños. Cuando me vio, me sonrió. Esa sonrisa, la misma que me había robado el corazón desde la primera vez que lo vi. Una parte de mí se derritió, pero otra recordó que solo me quedaban pocos meses de vida. Aun así, en lo más profundo de mi ser, me dije: *¿Por qué no ser feliz, aunque sea por un momento?*

Terry se acercó a mí, y por primera vez, se sentó a mi lado. Era la primera vez que hablábamos así, tan cerca, tan íntimamente. Recordé la primera vez que lo vi, durante mi primera sesión de quimio. Estaba disfrazado de payaso, haciendo reír a todas aquellas mujeres que, como yo, luchaban contra el cáncer. Cuando se quitó el disfraz, me quedé sin aliento. Era guapo, demasiado guapo para ser real.

— Vaya, por fin estamos hablando —dijo él, sentándose a mi lado—. ¿En qué estabas pensando, Amanda?

Lo miré, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza.

— Bueno, en la primera vez que lo vi, y ahora que me habla —respondí, con una sonrisa tímida.

— Ah, caray, Amanda, me vas a hacer sonrojar —dijo, riendo a carcajadas, una risa tan genuina que me contagió.

— Vaya, tampoco así —respondí, riendo también, aunque por dentro sentía que mi corazón se desgarraba.

— ¿Cómo vas con las terapias? Te he visto un poco decaída —preguntó, frunciendo el ceño, con una preocupación sincera en su voz.

— Bueno, me enviaron a hacerme unos exámenes y a pesarme —confesé, aunque sabía que no los había hecho porque mi amiga me había sacado del laboratorio.

— Por tu manera de decirlo, parece que aún no te los has hecho, ¿verdad? —preguntó, pasándose la mano por la barbilla, con una mirada astuta.

— La verdad es que vi a una amiga y me invitó a la cafetería. Luego, la chica de la caja me dijo que usted pagó la cuenta y que estaba aquí —dije, mirándolo directamente a los ojos.

— Tiene razón la chica, yo pagué la cuenta. Y no te preocupes por pagarme. Ahora, vamos al laboratorio para hacer esos exámenes —dijo, sonriendo con una calma que me tranquilizó.

Ese día, el doctor Terry me llevó al laboratorio. Fue como un tour, pero uno que nunca olvidaré. Me tomó de la mano, con una delicadeza que me hizo sentir protegida. Él mismo tomó la muestra de sangre y me pesó. Fue algo especial, algo que me hizo sentir, por un momento, que no estaba sola. Terry era el mejor doctor, y para muchas de nosotras, el hombre más guapo del hospital. Y allí estaba, a mi lado, compartiendo un momento que, aunque pequeño, significaba todo para mí.

Mientras caminábamos por los pasillos del hospital, sabía que ese día tenía que quedarme una noche en hospital. Sentí que, a pesar del dolor, a pesar de la incertidumbre, había un rayo de luz en mi vida. Y aunque sabía que el tiempo se agotaba, decidí aferrarme a esa luz, a esa pequeña chispa de felicidad que Terry me había regalado.

Porque, al final, incluso en la oscuridad más profunda, siempre hay algo por lo que vale la pena seguir luchando. Y con la mirada puesta en Dios.

Y yo, Amanda Sousa, con el corazón roto, no pienso rendirme.




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