Doctor Corazón

Capítulo 5 Malas Noticias

El camino de regreso a casa desde el hospital parecía más largo que nunca. Amanda iba sentada en el asiento trasero del auto de sus padres, mirando por la ventana mientras las calles pasaban en un borrón de colores y luces. Tenía los resultados de los exámenes en una carpeta sobre sus piernas, pero no necesitaba abrirla para saber lo que decían. Las palabras del doctor Terry resonaban en su mente, una y otra vez, como un eco que no podía silenciar.

— El tumor ha crecido.

— Probablemente menos tiempo del que pensábamos.

Sus padres, sentados al frente, intentaban mantener una conversación ligera, como si el silencio fuera más peligroso que cualquier palabra. Pero Amanda sabía que era solo una fachada. Podía ver la tensión en los hombros de su padre, en la forma en que su madre apretaba el volante con fuerza. Ellos también lo sabían. Lo sentían.

Cuando llegaron a casa, Amanda se dirigió directamente a su habitación, cerrando la puerta tras de sí. Necesitaba un momento para respirar, para prepararse. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su madre llamara suavemente a la puerta.

— Amanda, cariño, ¿puedo entrar? —preguntó, con una voz que intentaba sonar calmada pero que delataba su preocupación.

Amanda no respondió de inmediato. Sabía que, una vez que abriera esa puerta, no habría vuelta atrás. Pero también sabía que no podía seguir escondiéndose.

— Sí, mamá —dijo finalmente, con voz temblorosa.

Su madre entró en la habitación, seguida de cerca por su padre. Ambos se sentaron en el borde de la cama, mirándola con una mezcla de amor y miedo en los ojos. Amanda tomó la carpeta que estaba sobre la mesa de noche y la sostuvo en sus manos, sintiendo el peso de las palabras que contenía.

— Tengo que hablarles de algo —comenzó, con voz quebrada—. Los resultados de los exámenes… no son buenos.

Su madre alcanzó su mano, apretándola con fuerza, como si pudiera protegerla de la realidad con solo tocarla. Su padre se inclinó hacia adelante, con los ojos llenos de una angustia que no podía ocultar.

— Dinos, Amanda —dijo él, con voz ronca—. ¿Qué pasa?

Amanda respiró hondo, tratando de encontrar las palabras adecuadas. Pero no las había. No había forma de suavizar el golpe.

— El tumor ha crecido —dijo, mirándolos a los ojos—. La quimioterapia no está funcionando como esperábamos. El doctor Terry dijo que… que probablemente no me queda mucho tiempo.

El silencio que siguió fue ensordecedor. Su madre soltó un gemido ahogado, como si las palabras de Amanda le hubieran arrancado un pedazo del alma. Su padre bajó la cabeza, apretando los puños con fuerza, como si pudiera luchar contra la realidad con solo desearlo.

— No —dijo su madre, negando con la cabeza, como si pudiera deshacer las palabras con solo rechazarlas—. No puede ser. Tiene que haber algo más que podamos hacer. Algún tratamiento, algún médico…

— Mamá —interrumpió Amanda, con voz suave pero firme—. Ya lo hemos intentado todo.

Su padre levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas que se negaba a derramar.

— No podemos perderte, Amanda —dijo, con voz quebrada—. Eres todo para nosotros.

Amanda sintió cómo las lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas, pero no hizo nada para detenerlas.

— Lo sé, papá —dijo, con voz temblorosa—. Y yo no quiero dejarlos. Pero… no puedo seguir luchando contra esto. Estoy cansada. Tan cansada…

Su madre la abrazó entonces, con una fuerza que casi le quitó el aire. Amanda se dejó llevar, sintiendo el calor de su cuerpo, el olor familiar de su perfume. Era un abrazo que decía todo lo que las palabras no podían expresar: el amor, el dolor, la desesperación.

— Te amamos tanto, Amanda —susurró su madre, con voz entrecortada por las lágrimas—. No sabemos cómo vivir sin ti.

Amanda cerró los ojos, sintiendo cómo las lágrimas de su madre mojaban su hombro.

— Yo también los amo —dijo, con voz apenas audible—. Y aunque no quiera irme, sé que no tengo otra opción. Pero quiero que sepan que, mientras esté aquí, voy a vivir cada momento con ustedes. Porque ustedes son mi mundo.

Su padre se unió al abrazo, rodeándolas a ambas con sus brazos fuertes. Y allí, en medio de la habitación, los tres lloraron juntos, abrazados, compartiendo el dolor y el amor que los unía.

Esa noche, Amanda no durmió. Se quedó despierta, mirando el techo, escuchando el sonido de la respiración de sus padres en la habitación contigua. Sabía que los días que le quedaban serían difíciles, llenos de dolor y despedidas. Pero también sabía que, mientras tuviera a su familia a su lado, podría enfrentar lo que viniera.

Porque, al final, lo que importaba no era cuánto tiempo te quedaba, sino cómo vivías ese tiempo. Y ella, Amanda Sousa, no se rendiría. No sin amor. No sin fe. No sin ellos.




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