El día había sido perfecto. El vuelo en avión, el helado, las risas compartidas con sus padres… todo había sido como un sueño. Pero, como todos los sueños, llegó el momento de despertar. Y para Amanda, ese momento llegó al día siguiente, cuando su cuerpo comenzó a recordarle la cruda realidad que no podía ignorar por más tiempo.
El dolor era persistente, un recordatorio constante de que el cáncer no descansaba. A pesar de sus esfuerzos por mantenerse fuerte, Amanda sabía que no podía postergar lo inevitable. Con un suspiro resignado, miró a sus padres, quienes ya estaban listos para acompañarla al hospital.
— Está bien —dijo, con voz suave pero firme—. Vamos.
El trayecto al hospital fue silencioso. Amanda miraba por la ventana, observando cómo el paisaje urbano pasaba rápidamente. Las calles que antes le parecían tan familiares ahora le resultaban extrañas, como si pertenecieran a un mundo del que ya no formaba parte.
Cuando llegaron al hospital, el olor a desinfectante y la luz fluorescente la golpearon como siempre. Era un lugar que conocía demasiado bien, un lugar que había llegado a odiar y a necesitar al mismo tiempo.
— Amanda —dijo una voz familiar al entrar a la sala de espera. Era el doctor Terry, su médico favorito.
El doctor Terry era un hombre de mediana edad, con cabello gris y ojos amables que siempre parecían entender más de lo que decían. Amanda lo había llegado a ver no solo como su médico, sino como un aliado en esta batalla que parecía no tener fin.
— Hola, doctor —dijo Amanda, con una sonrisa tímida—. Supongo que ya sabe por qué estoy aquí.
El doctor Terry asintió, con una expresión seria pero compasiva.
— Sí, Amanda. Lamento que hayas tenido que volver tan pronto. ¿Cómo te has sentido?
Amanda se encogió de hombros, intentando mantener la compostura.
— He tenido días mejores —dijo, con un intento de humor que no logró ocultar del todo el dolor en su voz—. Pero también he tenido días peores.
El doctor Terry la miró con una mezcla de admiración y tristeza.
— Eres una luchadora, Amanda. Nunca dejas de sorprenderme.
Amanda sonrió, sintiendo un poco de alivio al escuchar sus palabras.
— Gracias, doctor. Eso significa mucho para mí.
El doctor Terry la acompañó a una sala de examen, donde comenzó a revisar sus signos vitales y a hacerle preguntas sobre su estado. Amanda respondió con honestidad, sabiendo que no tenía sentido ocultar nada.
— El dolor ha empeorado —dijo, con voz temblorosa—. Y… bueno, sé que no es una buena señal.
El doctor Terry asintió, con una expresión sombría.
— Lo siento, Amanda. Lamentablemente, el tumor sigue creciendo. La quimioterapia no está teniendo el efecto que esperábamos.
Amanda bajó la mirada, sintiendo cómo el peso de las palabras del doctor Terry la aplastaba. Sabía que esto iba a pasar, pero eso no hacía que fuera más fácil de escuchar.
— ¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó, con voz apenas audible.
El doctor Terry suspiró, mirándola con ojos llenos de compasión.
— Es difícil decirlo con exactitud, pero… probablemente menos de lo que pensábamos.
Amanda asintió, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas.
— Entiendo —dijo, con voz quebrada—. Gracias por ser honesto conmigo, doctor.
El doctor Terry le tomó la mano, apretándola con fuerza.
— Amanda, quiero que sepas que haré todo lo posible para que estés lo más cómoda posible. No estás sola en esto.
Amanda lo miró, sintiendo una oleada de gratitud.
— Lo sé, doctor. Y… gracias. Por todo.
Después del examen, Amanda se reunió con sus padres en la sala de espera. Podía ver la preocupación en sus rostros, la pregunta que no se atrevían a hacer.
— No es bueno —dijo, con voz suave—. El tumor sigue creciendo.
Su madre soltó un gemido ahogado, mientras su padre bajó la cabeza, apretando los puños con fuerza.
— Pero… —continuó Amanda, con un destello de determinación en los ojos—, no voy a dejar que esto me defina. Voy a seguir luchando, por mí y por ustedes.
Sus padres la miraron, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa en los labios.
— Te amamos, Amanda —dijo su madre, abrazándola con fuerza—. Y estamos aquí para ti, pase lo que pase.
Amanda cerró los ojos, sintiendo el calor del abrazo de su madre. Sabía que el camino que tenía por delante sería difícil, pero también sabía que no estaba sola.
Sigo confiando en Dios.
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Editado: 19.03.2025