El sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte cuando Amanda abrió los ojos. Sabía que este día sería difícil, quizás uno de los más difíciles hasta ahora. Hoy era día de quimioterapia, y aunque había pasado por esto varias veces antes, nunca se acostumbraba. Cada sesión era una batalla, no solo contra el cáncer, sino contra su propio cuerpo y su mente.
Se levantó de la cama con movimientos lentos, sintiendo cómo el dolor en su cuerpo la acompañaba como un compañero fiel. Miró hacia el espejo y vio a una joven pálida, con ojeras profundas y un cabello que ya no era el mismo. Se tocó suavemente la cabeza, recordando cómo solía tener una melena larga y brillante. Ahora, solo quedaban unos pocos mechones que se aferraban a su cuero cabelludo como un recordatorio de lo que había perdido.
— Amanda —escuchó la voz suave de su madre desde la puerta—. ¿Estás lista?
Amanda asintió, aunque en realidad no lo estaba. ¿Cómo podía estarlo? Pero sabía que no tenía otra opción.
— Sí, mamá —dijo, con voz temblorosa—. Vamos.
El trayecto al hospital fue en silencio. Amanda miraba por la ventana, observando cómo el mundo pasaba rápidamente. Las calles, los árboles, la gente… todo parecía tan normal, tan ajeno a su realidad. Ella se sentía como si estuviera en una burbuja, separada del resto del mundo por una barrera invisible.
Cuando llegaron al hospital, el olor a desinfectante y la luz fluorescente la golpearon como siempre. Era un lugar que conocía demasiado bien, un lugar que había llegado a odiar y a necesitar al mismo tiempo.
— Amanda —dijo una enfermera con una sonrisa amable—. Estamos listos para ti.
Amanda asintió, sintiendo cómo el miedo comenzaba a apoderarse de ella. Sabía lo que venía: las agujas, los medicamentos, el dolor. Pero también sabía que no tenía otra opción.
— Vamos —dijo, con voz firme, intentando convencerse a sí misma de que podía hacerlo.
La sala de quimioterapia era un lugar frío y estéril, con sillas reclinables y máquinas que zumbaban suavemente. Amanda se sentó en una de las sillas, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de ella.
— ¿Estás lista? —preguntó la enfermera, con una voz suave pero firme.
Amanda asintió, aunque en realidad no lo estaba. Pero sabía que no tenía otra opción.
— Sí —dijo, con voz temblorosa—. Vamos.
La enfermera comenzó a preparar todo, mientras Amanda cerraba los ojos, intentando prepararse mentalmente para lo que venía. Sabía que el dolor sería intenso, pero también sabía que no podía evitarlo.
— Esto puede doler un poco —dijo la enfermera, mientras insertaba la aguja en el puerto que Amanda tenía en el pecho.
Amanda contuvo el aliento, sintiendo cómo el dolor la atravesaba como una cuchilla. Pero no gritó. No lloró. Simplemente aguantó, como había aprendido a hacerlo.
— Ya pasó lo peor —dijo la enfermera, con una sonrisa amable—. Ahora solo tienes que relajarte.
Amanda asintió, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas. Sabía que esto era necesario, pero eso no hacía que fuera más fácil.
— Gracias —dijo, con voz quebrada—. Gracias por todo.
La enfermera le sonrió, con una expresión de compasión y admiración.
— Eres muy valiente, Amanda. Nunca lo olvides.
Amanda cerró los ojos, sintiendo cómo el cansancio comenzaba a apoderarse de ella. Sabía que los próximos minutos, horas, serían difíciles. Pero también sabía que no estaba sola.
— Mamá —dijo, mirando a su madre, que estaba sentada a su lado—. ¿Puedes sostener mi mano?
Su madre asintió, tomando su mano con fuerza.
— Siempre, cariño —dijo, con lágrimas en los ojos—. Siempre.
Amanda cerró los ojos, sintiendo cómo el calor de la mano de su madre la reconfortaba. Sabía que el camino que tenía por delante sería difícil, pero también sabía que no estaba sola.
Y tal vez, un día aquello pasaba.
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Editado: 19.03.2025