Los minutos pasaban lentamente, como si el tiempo se hubiera estancado en esa sala fría y estéril. Amanda sentía cómo los medicamentos fluían por sus venas, una sensación extraña que no podía describir. A veces era un calor que se extendía por su cuerpo, otras veces un frío que la hacía temblar. Pero siempre, siempre, estaba el dolor. Un dolor sordo y persistente que no la abandonaba, como si fuera parte de ella.
— ¿Cómo te sientes, cariño? —preguntó su madre, con voz suave pero llena de preocupación.
Amanda abrió los ojos, mirando a su madre con una mezcla de amor y tristeza.
— Cansada —dijo, con voz quebrada—. Muy cansada.
Su madre le apretó la mano, con una fuerza que decía más que mil palabras.
— Lo sé, Amanda. Pero eres fuerte. Más fuerte de lo que crees.
Amanda quiso creerle, pero en ese momento se sentía todo menos fuerte. El cansancio la consumía, el dolor la desgastaba, y la idea de seguir luchando parecía cada vez más lejana.
— Mamá —dijo, con voz temblorosa—, ¿qué pasa si no puedo más? ¿Qué pasa si ya no tengo fuerzas?
Su madre la miró, con lágrimas en los ojos pero una determinación férrea en su rostro.
— Escúchame, Amanda —dijo, con voz firme—. No tienes que ser fuerte todo el tiempo. Está bien sentirse débil, está bien llorar, está bien tener miedo. Pero no estás sola. Nunca lo estarás. Tu papá y yo estamos aquí, luchando contigo. Y no te dejaremos caer.
Amanda sintió cómo las lágrimas caían por sus mejillas, pero no hizo nada para detenerlas. En ese momento, se permitió ser vulnerable, se permitió sentir el miedo y la tristeza que llevaba semanas tratando de ocultar.
— Gracias, mamá —dijo, con voz apenas audible—. No sé qué haría sin ustedes.
Su madre la abrazó, con una fuerza que casi le quitó el aire.
— No tienes que averiguarlo, Amanda. Porque siempre estaremos aquí.
El tiempo seguía pasando, lento pero implacable. Amanda cerró los ojos, intentando concentrarse en la respiración, en el sonido de la máquina que zumbaba suavemente a su lado. Pero el dolor era persistente, un recordatorio constante de la batalla que libraba en su interior.
— ¿Amanda? —escuchó una voz familiar. Era el doctor Terry, que había entrado en la sala con una expresión seria pero compasiva.
Amanda abrió los ojos, mirándolo con una mezcla de esperanza y miedo.
— Hola, doctor —dijo, con voz débil.
El doctor Terry se acercó, revisando las máquinas y las gráficas que mostraban su estado.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó, con voz suave pero firme.
Amanda se encogió de hombros, sintiendo cómo el cansancio la consumía.
— Cansada —dijo, con voz quebrada—. Y duele. Duele mucho.
El doctor Terry asintió, con una expresión de comprensión.
— Lo sé, Amanda. Y lamento que tengas que pasar por esto. Pero quiero que sepas que estás haciendo un trabajo increíble. Eres una luchadora, y eso es algo que nadie puede quitarte.
Amanda quiso sonreír, pero el esfuerzo le resultó demasiado grande.
— Gracias, doctor —dijo, con voz apenas audible—. Pero… ¿qué pasa si ya no puedo más? ¿Qué pasa si ya no tengo fuerzas?
El doctor Terry la miró, con una expresión seria pero llena de compasión.
— Amanda, esta es una batalla difícil, y no hay vergüenza en sentirse cansado. Pero quiero que sepas que no estás sola. Estamos aquí para ayudarte, para apoyarte, para hacer que este camino sea lo más llevadero posible.
Amanda asintió, sintiendo cómo las lágrimas caían por sus mejillas.
— Gracias, doctor —dijo, con voz quebrada—. Gracias por todo.
El doctor Terry le sonrió, con una expresión de admiración y tristeza.
— No hay de qué, Amanda. Eres una inspiración para todos nosotros.
El tiempo seguía pasando, lento pero implacable. Amanda cerró los ojos, sintiendo cómo el cansancio y el dolor la consumían. Pero en medio de todo, había algo más: una pequeña chispa de esperanza, un recordatorio de que no estaba sola.
Todo los días confío en ti señor.
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Editado: 19.03.2025