El doctor Terry entró en la sala con un ramo de flores en las manos. No era un ramo grande ni extravagante, pero estaba lleno de colores vivos: girasoles que parecían capturar el sol, margaritas blancas como la pureza y rosas rosadas que desprendían un aroma dulce y reconfortante. Se acercó a Amanda con una sonrisa suave, pero sus ojos reflejaban una mezcla de profesionalismo y compasión.
— Amanda —dijo, con voz cálida—, estas son para ti.
Amanda lo miró, sorprendida. Sus ojos, cansados y apagados, se iluminaron por un instante.
— ¿Para mí? —preguntó, con voz temblorosa, como si no pudiera creer que alguien le hubiera traído algo tan hermoso en medio de tanto dolor.
El doctor Terry asintió, colocando suavemente el ramo en sus manos.
— Sí, para ti. Quiero que sepas que, aunque este camino es difícil, no estás sola. A veces, las pequeñas cosas pueden hacer una gran diferencia.
Amanda tomó el ramo con cuidado, como si temiera que se desvaneciera entre sus dedos. Las flores eran suaves al tacto, y su aroma la envolvió, transportándola por un momento lejos de la fría sala de hospital, lejos del dolor y el cansancio.
— Gracias, doctor —dijo, con voz quebrada—. Esto… esto significa mucho para mí.
El doctor Terry le sonrió, pero su expresión era seria.
— Amanda, hay algo más que quiero comentarte.
Amanda lo miró, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza.
— ¿Qué pasa, doctor? —preguntó, con voz débil pero llena de curiosidad.
El doctor Terry tomó un respiro profundo, como si estuviera midiendo sus palabras.
— Hemos estado revisando tus últimas pruebas, y aunque el tumor sigue siendo agresivo, hay algo en tus niveles que nos ha llamado la atención. Tu cuerpo está respondiendo de una manera que no esperábamos. No es una cura, ni mucho menos, pero… es una señal. Una pequeña señal de que algo está cambiando.
Amanda lo miró, sin poder creer lo que estaba escuchando.
— ¿Qué… qué significa eso? —preguntó, con voz temblorosa, mientras apretaba el ramo de flores contra su pecho, como si fuera un talismán que la protegiera de la realidad.
El doctor Terry le sonrió, con una expresión que transmitía cautela pero también esperanza.
— Significa que, aunque el camino sigue siendo difícil, no todo está perdido. Tu cuerpo está luchando, Amanda. Y eso es algo que no podemos ignorar.
Amanda sintió cómo una oleada de emociones la invadía: esperanza, miedo, incredulidad.
— ¿Entonces… hay una posibilidad? —preguntó, con voz apenas audible, como si temiera que las palabras se desvanecieran al pronunciarlas.
El doctor Terry asintió, con una expresión seria pero llena de compasión.
— No quiero darte falsas esperanzas, Amanda. Esto no cambia el pronóstico de manera drástica, pero es una señal de que tu cuerpo no se está rindiendo. Y eso es algo que debemos aprovechar.
Amanda cerró los ojos, sintiendo cómo las lágrimas caían por sus mejillas. No eran lágrimas de tristeza, ni de miedo. Eran lágrimas de alivio, de gratitud, de esperanza.
— Gracias, doctor —dijo, con voz quebrada—. Gracias por decirme esto.
El doctor Terry le apretó la mano, con una fuerza que transmitía más que palabras.
— No te rindas, Amanda. Tu cuerpo está luchando, y nosotros estamos aquí para apoyarte en lo que podamos.
Amanda asintió, sintiendo cómo esa pequeña chispa de esperanza comenzaba a crecer dentro de ella. Sabía que el camino seguía siendo difícil, que el dolor y el cansancio no desaparecerían mágicamente. Pero también sabía que no estaba sola, que su cuerpo estaba luchando, y que había una posibilidad, por pequeña que fuera.
— Mamá —dijo, mirando a su madre, que estaba sentada a su lado—. ¿Lo escuchaste?
Su madre asintió, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa en los labios.
— Sí, cariño. Lo escuché. Y estoy tan orgullosa de ti.
Amanda cerró los ojos, sintiendo cómo el calor de la mano de su madre la reconfortaba. Sabía que el camino que tenía por delante sería difícil, pero también sabía que no estaba sola.
Tengo Esperanzas de Fe.
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Editado: 19.03.2025