Volver a casa no fue el alivio que Amanda había imaginado. Las paredes que alguna vez sintió como un refugio ahora parecían estrechas, como si el peso de sus memorias y su nueva realidad las hubiera encogido. Cada mañana, al despertar, enfrentaba el mismo ritual: respirar hondo, palpar su cuerpo debilitado y recordar que, aunque el hospital había quedado atrás, la guerra continuaba.
Sus padres intentaban mantener una normalidad imposible. Su madre preparaba su desayuno favorito —tostadas con mermelada de fresa—, pero Amanda apenas podía llevarse un bocado a la boca sin sentir náuseas. Su padre, por su parte, había convertido la sala en una especie de santuario: cojines suaves, mantas tibias y hasta un pequeño jarrón con flores frescas que renovaba cada dos días. Pero ni siquiera esos detalles lograban ocultar el miedo en sus ojos.
Una tarde, mientras el sol se filtraba por las cortinas de la sala, Amanda decidió enfrentar el piano que llevaba semanas acumulando polvo en la esquina. Extendió los dedos sobre las teclas, recordando cómo solía tocar melodías alegres, canciones que llenaban la casa de vida. Ahora, cuando presionó la primera nota, el sonido le pareció estridente, como un lamento. Intentó tocar una escala, pero sus manos temblaban demasiado.
— ¿Quieres que te ayude? —la voz de su madre la hizo saltar.
Amanda negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas.
— No, mamá. Solo… necesito recordar cómo se siente.
Su madre se sentó a su lado, sin tocar el piano, pero su presencia era un consuelo.
— Siempre me encantó escucharte tocar —dijo, con voz suave—. Era como si el mundo entero se detuviera.
Amanda intentó sonreír, pero la frustración era más fuerte.
— Ahora ni siquiera puedo tocar una canción sencilla.
— No importa cómo suene —respondió su madre, tomándole la mano—. Lo que importa es que lo intentas.
Esa noche, el dolor regresó con una intensidad feroz. Amanda se retorció en la cama, mordiendo la almohada para no gritar. Sus padres corrieron a su habitación, pero no había nada que pudieran hacer más que sostenerla, acariciarle el cabello sudoroso y susurrarle palabras de aliento hasta que el sol asomó.
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La visita del doctor Terry se convirtió en una rutina. No era profesionalmente necesario, lo sabía, pero tampoco podía mantenerse alejado. Llegaba con excusas: revisar su presión, traerle medicamentos, preguntar por su dieta. Pero ambos sabían la verdad.
Una tarde, mientras sus padres salían a hacer compras, él apareció en la puerta con una bolsa de té de manzanilla y un libro de poesía.
— Pensé que esto podría ayudarte a relajarte —dijo, evitando su mirada.
Amanda lo invitó a pasar, y pronto se encontraron sentados en el sofá, compartiendo un silencio que hablaba más que las palabras.
— ¿Por qué sigue viniendo? —preguntó ella de repente, rompiendo la tensión—. Usted no tiene que hacer esto.
El doctor Terry dejó la taza de té sobre la mesa, con manos que temblaban levemente.
— Porque necesito saber que estás bien. Porque… porque no puedo dejar de pensar en ti.
Amanda miró hacia la ventana, donde la luz del atardecer teñía el cielo de naranja y rosa.
— ¿Y si nunca estoy bien? ¿Y si esto es todo lo que queda?
Él se inclinó hacia ella, tomándole las manos con una urgencia que no pudo contener.
— Entonces, me aseguraré de que estos días estén llenos de vida. De amor. De todo lo que mereces.
El beso que siguió fue diferente al anterior. No fue suave ni tímido, sino cargado de una pasión que ambos habían estado reprimiendo. Era un beso que sabía a despedida y a promesa al mismo tiempo. Cuando se separaron, las lágrimas de Amanda habían mojado ambas mejillas.
— Esto no puede terminar bien —susurró, apoyando la frente en su hombro.
— Nada termina bien —respondió él, acariciándole la espalda—. Pero eso no significa que no valga la pena intentarlo.
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Al día siguiente, Amanda despertó con una energía renovada. El dolor seguía allí, pero ahora lo acompañaba una certeza: no importaba cuánto tiempo le quedara, lo viviría sin arrepentimientos. Decidió escribir cartas: una para sus padres, otra para el doctor Terry, y una última para sí misma, llena de cosas que quería recordar en sus momentos más oscuros.
También retomó el piano. Esta vez, no intentó tocar melodías perfectas. En su lugar, dejó que sus dedos temblorosos exploraran las teclas, creando una canción caótica pero llena de vida. Su madre lloró al escucharla. Su padre aplaudió como si fuera una sinfonía.
Cuando el doctor Terry llegó esa noche, encontró a Amanda dormida en el sillón, con la cabeza apoyada en un cojín y una sonrisa en los labios. No la despertó. En su lugar, se sentó a su lado y observó cómo su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración, recordándose a sí mismo que, en medio del caos, aún había belleza.
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Editado: 19.03.2025