El día de la revisión médica llegó cargado de una tensión que parecía saturar el aire. Amanda entró al hospital agarrando con fuerza la mano de su madre, mientras su padre caminaba a su lado en silencio, como si respirar demasiado fuerte pudiera romper el frágil equilibrio de sus esperanzas. El doctor Terry los esperaba en la sala de consultas, con una expresión impenetrable que hacía imposible adivinar lo que ocultaban los resultados.
— Vamos a hacer una tomografía —explicó él, evitando mirar directamente a Amanda—. Necesitamos ver cómo ha respondido el tumor a las últimas semanas.
El procedimiento fue rápido, pero la espera para obtener los resultados se sintió eterna. Amanda permaneció sentada en la sala de espera, rodeada de sus padres, repasando mentalmente cada sonrisa, cada lágrima y cada beso robado que había vivido desde que el cáncer entró en su vida. Sabía que este momento podía cambiarlo todo, pero no se atrevía a imaginar cómo.
Cuando el doctor Terry finalmente apareció en la puerta, sosteniendo una carpeta gruesa, su rostro era un enigma. Amanda sintió que el corazón se le aceleraba hasta casi ahogarla.
— Amanda —dijo él, con voz firme pero suave—, los resultados están aquí.
Ella asintió, incapaz de hablar. Sus padres se aferraron el uno al otro, como si fueran un solo ser.
El doctor Terry abrió la carpeta y colocó las imágenes en el visor de luz. La tomografía mostraba una masa difusa, pero algo era diferente. Él señaló con un dedo.
— Mira aquí —dijo, y por primera vez en meses, su voz tembló ligeramente—. El tumor… ha retrocedido. No es mucho, pero es significativo.
Amanda parpadeó, como si las palabras no pudieran penetrar su mente.
— ¿Qué… qué significa eso? —preguntó, con voz quebrada.
El doctor Terry se volvió hacia ella, y por fin, tras meses de contención, una sonrisa genuina iluminó su rostro.
— Significa que tu cuerpo está ganando terreno, Amanda. El tratamiento, la quimio, tu fuerza… está funcionando.
Su madre soltó un gemido ahogado, abrazando a su hija con una fuerza que casi la derribó.
— ¡Lo sabía! —lloró—. ¡Lo sabía, mi niña valiente!
Su padre, siempre el más estoico, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano antes de abrazar a ambas.
— Eres una guerrera —susurró—. Siempre lo has sido.
Amanda no podía procesarlo. Tocó la imagen del tumor reducido, como si al hacerlo pudiera confirmar que no era un sueño.
— ¿Esto… esto es real? —preguntó al doctor Terry, buscando en sus ojos una confirmación.
Él asintió, y esta vez, no hubo reservas en su mirada.
— Es real, Amanda. No estamos hablando de una cura, pero es una respuesta. Una respuesta que no muchos logran.
El alivio la inundó, pero no fue completo. Junto a la esperanza, surgió un miedo nuevo: el miedo a creer demasiado, a confiar en que el cielo se abría cuando aún podía cerrarse de golpe.
— ¿Qué viene ahora? —preguntó, tratando de mantener la voz estable.
— Seguir luchando —respondió el doctor Terry, con una determinación que resonó en la habitación—. Ajustaremos el tratamiento, monitorearemos cada paso. Pero esto… esto es una luz, Amanda. Una luz que no teníamos antes.
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Esa noche, en casa, el ambiente fue diferente. Sus padres rieron más fuerte, el olor a comida casera llenó la cocina, y hasta el piano en la esquina pareció brillar bajo la tenue luz de la lámpara. Amanda se sentó frente a él, y esta vez, cuando sus dedos tocaron las teclas, el sonido no fue un lamento, sino una melodía titubeante pero llena de vida.
El doctor Terry llegó sin avisar, como solía hacerlo, y se quedó en la puerta escuchando. Cuando ella terminó, sus ojos se encontraron.
— No deberías estar aquí —dijo ella, sin convicción—. Esto… esto sigue siendo complicado.
Él se acercó, dejando caer una bolsa con medicamentos y un libro nuevo sobre la mesa.
— Lo sé. Pero no podía irme sin verte. Sin recordarte que, aunque esto es una victoria, seguimos en guerra.
Amanda se levantó con esfuerzo, apoyándose en el piano.
— ¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó, mirándolo a los ojos—. ¿Qué pasa si… si esta luz se apaga?
Él cerró la distancia entre ellos, tomándole las manos.
— Entonces, habremos tenido esto. Habremos tenido hoy. Y ningún tumor, por grande que sea, puede borrar eso.
El beso que compartieron fue lento, profundo, lleno de un futuro incierto pero posible. Cuando se separaron, Amanda sonrió, y por primera vez en mucho tiempo, la sonrisa no estuvo teñida de dolor.
— No prometas cosas que no puedes cumplir —susurró.
— No estoy prometiendo —respondió él—. Solo estoy viviendo.
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A la mañana siguiente, Amanda despertó antes del amanecer. Se acercó a la ventana y observó cómo el cielo pasaba de negro a azul oscuro, luego a tonos de lavanda y rosa. Respiró hondo, sintiendo el aire fresco en sus pulmones.
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Editado: 19.03.2025