Los meses pasaron lentamente, llenos de altibajos, de días buenos y malos, de momentos de esperanza y de desesperación. Pero algo había cambiado en Amanda. Desde aquella noche en que el doctor Terry le había pedido su mano, había encontrado una fuerza que no sabía que tenía. Una fuerza que no solo la ayudó a seguir luchando, sino que también la llevó a creer en lo imposible.
Y entonces, sucedió.
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Era un día como cualquier otro. Amanda había ido al hospital para una de sus revisiones rutinarias. El doctor Terry la acompañó, como siempre, pero esta vez había algo diferente en su expresión. Algo que Amanda no podía descifrar.
— Amanda —dijo él, con voz suave pero llena de emoción—, los resultados están aquí.
Ella asintió, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza. Sabía que este momento podía cambiarlo todo, pero no se atrevía a imaginar cómo.
El doctor Terry abrió la carpeta y colocó las imágenes en el visor de luz. La tomografía mostraba una masa difusa, pero algo era diferente. Él señaló con un dedo.
— Quiero que observes bien Amanda —dijo, y por primera vez en meses, su voz tembló ligeramente—. El tumor… ha desaparecido.
Amanda parpadeó, como si las palabras no pudieran penetrar su mente.
— ¿Qué… qué significa eso? ¿Qué ya no está el tumor allí más —preguntó, con voz quebrada.
El doctor Terry se volvió hacia ella, y por fin, tras meses de contención, una sonrisa genuina iluminó su rostro.
— Significa que tu cuerpo ha ganado la batalla, Amanda. El cáncer… se ha ido. Ya no estás allí, ha desaparecido.
Su madre soltó un gemido ahogado, abrazando a su hija con una fuerza que casi la derribó.
— ¡Lo sabía! —lloró—. ¡Lo sabía, mi niña valiente!
Su padre, siempre el más estoico, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano antes de abrazar a ambas.
— Eres una guerrera —susurró—. Siempre lo has sido.
Amanda no podía procesarlo. Tocó la imagen del tumor desaparecido, como si al hacerlo pudiera confirmar que no era un sueño.
— ¿Esto… esto es real? —preguntó al doctor Terry, buscando en sus ojos una confirmación.
Él asintió, y esta vez, no hubo reservas en su mirada.
— Es real, Amanda. El cáncer se ha ido.
El alivio la inundó, pero no fue completo. Junto a la esperanza, surgió un miedo nuevo: el miedo a creer demasiado, a confiar en que el cielo se abría cuando aún podía cerrarse de golpe.
— ¿Qué viene ahora? —preguntó, tratando de mantener la voz estable.
— Seguir luchando —respondió el doctor Terry, con una determinación que resonó en la habitación—. Ajustaremos el tratamiento, monitorearemos cada paso. Pero esto… esto es un milagro, Amanda. Un milagro que no muchos logran.
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Esa noche, en casa, el ambiente fue diferente. Sus padres rieron más fuerte, el olor a comida casera llenó la cocina, y hasta el piano en la esquina pareció brillar bajo la tenue luz de la lámpara. Amanda se sentó frente a él, y esta vez, cuando sus dedos tocaron las teclas, el sonido no fue un lamento, sino una melodía titubeante pero llena de vida.
El doctor Terry llegó sin avisar, como solía hacerlo, y se quedó en la puerta escuchando. Cuando ella terminó, sus ojos se encontraron.
— No deberías estar aquí —dijo ella, sin convicción—. Esto… esto sigue siendo complicado.
Él se acercó, dejando caer una bolsa con medicamentos y un libro nuevo sobre la mesa.
— Lo sé. Pero no podía irme sin verte. Sin recordarte que, aunque esto es una victoria, seguimos en guerra.
Amanda se levantó con esfuerzo, apoyándose en el piano.
— ¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó, mirándolo a los ojos—. ¿Qué pasa si… si esta luz se apaga?
Él cerró la distancia entre ellos, tomándole las manos.
— Entonces, habremos tenido esto. Habremos tenido hoy. Y ningún tumor, por grande que sea, puede borrar eso.
El beso que compartieron fue lento, profundo, lleno de un futuro incierto pero posible. Cuando se separaron, Amanda sonrió, y por primera vez en mucho tiempo, la sonrisa no estuvo teñida de dolor.
— No prometas cosas que no puedes cumplir —susurró.
— No estoy prometiendo —respondió él—. Solo estoy viviendo.
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A la mañana siguiente, Amanda despertó antes del amanecer. Se acercó a la ventana y observó cómo el cielo pasaba de negro a azul oscuro, luego a tonos de lavanda y rosa. Respiró hondo, sintiendo el aire fresco en sus pulmones.
El cáncer había desaparecido. No era un milagro completo, pero era una grieta en la oscuridad. Y a veces, pensó, una grieta era suficiente para que entrara la luz.
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Editado: 19.03.2025