1. El mundo de Aveln
El mundo de Aveln se extendía como un tapiz bordado con magia y fronteras antiguas. Cuatro grandes continentes formaban su cuerpo, cada uno custodiado por razas que desde tiempos inmemoriales habían aprendido a coexistir, o a luchar, según la época.
En el norte se encontraba Eldrheim, una tierra de montañas infinitas y cielos helados. Allí, los enanos habían tallado sus reinos dentro de las cordilleras, construyendo fortalezas que parecían fusionarse con la roca misma. Sus ciudades, iluminadas por gemas luminosas, resonaban con el eco metálico de martillos y canciones antiguas. Eran los mejores herreros del mundo, capaces de forjar armas que parecían cantar en batalla. Aunque reservados y tercos, los enanos respetaban la habilidad por encima del linaje; un artesano talentoso siempre hallaría un lugar entre ellos.
Al este se alzaba Sylvaris, el continente de los elfos. Sus bosques eternos se extendían como mares verdes, donde la luz del sol se filtraba a través de copas doradas. Los elfos habían erigido ciudades suspendidas en los árboles, tan elegantes que parecían parte del bosque. Expertos en magia espiritual y canto arcano, veían el mundo como una sinfonía viva, donde cada criatura tenía su nota. Su vida era larga y su paciencia aún más; un elfo podía tardar un siglo en decidir si algo merecía su atención.
En el sur se extendía Beastaria, hogar de los hombres bestia. Llanuras doradas, desiertos rugientes y junglas profundas eran su dominio. Allí, el instinto y la fuerza regían por encima de las leyes escritas. Cada tribu seguía su propio código, marcado por el tipo de sangre que corría por sus venas: felinos orgullosos, lobos feroces, reptiles silenciosos. Su cultura se basaba en la caza y la supervivencia, pero también en el honor. Para ellos, un enemigo derrotado con valentía merecía respeto, sin importar su raza.
Finalmente, en el centro del mundo, se hallaba Arenveil, el continente más diverso, y donde habitaban principalmente los humanos. Era un punto de encuentro entre razas, culturas y creencias. Las ciudades humanas se levantaban donde las rutas comerciales se cruzaban, y su gente, curiosa e inconstante, buscaba siempre lo desconocido. Los humanos no destacaban por su magia ni su fuerza, pero su adaptabilidad y deseo de crear los habían convertido en los tejedores del destino del mundo.
Fue allí, en el corazón de Arenveil, donde nació la historia de un joven llamado Sion.
2. La ciudad de Eldveil
Eldveil, conocida como “la ciudad de los mil talleres”, se alzaba entre colinas suaves y ríos que serpenteaban como hilos de plata. El aire olía a metal caliente, a madera recién cortada y a especias traídas de tierras lejanas. Era una ciudad donde el arte y la técnica se mezclaban, y donde cada chispa de una fragua podía encender un sueño.
En sus calles adoquinadas, los mercaderes pregonaban sus productos mágicos mientras los aprendices corrían llevando piezas recién forjadas. Pequeños golems barrían las aceras, y en las esquinas los bardos contaban historias sobre héroes que conquistaban mazmorras y dragones. A pesar del bullicio, Eldveil tenía un ritmo propio, casi musical.
En el corazón de la ciudad se alzaba el Gremio de Artesanos de Eldveil, una torre cilíndrica hecha de piedra blanca y cristal azul. Era el orgullo de la ciudad, el lugar donde inventores, herreros y marionetistas presentaban sus creaciones. Allí se medía la habilidad de los artesanos en exhibiciones públicas, y un solo invento exitoso podía cambiar la fortuna de su creador. Se decía que quien lograra impresionar al Consejo de Maestros recibiría un sello dorado y el título de Artífice de Aveln, uno de los mayores honores del continente.
No muy lejos de allí se encontraba el Gremio de Aventureros, una construcción robusta de madera oscura y piedra. Desde su balcón se podían ver los portales que conducían a la Mazmorra de Kaldra, una gigantesca estructura subterránea que se extendía bajo toda la ciudad. Nadie sabía quién la construyó ni qué había en sus niveles más profundos. Pero cada día, nuevos grupos de aventureros se adentraban en ella en busca de gloria, tesoros o conocimiento. Algunos regresaban con sonrisas y botines. Otros... nunca volvían.
Entre esas calles, entre el fragor del metal y los murmullos de las forjas, se encontraba una pequeña tienda con un letrero en forma de engranaje oxidado.
Allí trabajaba un joven de mirada soñadora, siempre cubierto de polvo y aceite, que dedicaba cada moneda y cada minuto libre a observar una marioneta dormida.
Su nombre era Sion, y sin saberlo, estaba a punto de tirar de un hilo que cambiaría el destino de todo Aveln.
3. El chico que aspira a ser marionetista
En el continente de Aveln, la ciudad de Eldveil era conocida como el corazón del progreso. Sus calles empedradas siempre estaban llenas de movimiento: aventureros con sus armas al hombro, comerciantes que ofrecían pociones y grimorios, y estudiantes que corrían de un lado a otro con los uniformes de la academia. El aire olía a hierro, madera y sueños.
Entre esa multitud se encontraba Sion, un joven de quince años, delgado, de cabello negro y ojos de un azul profundo. A primera vista parecía un estudiante más de la Academia de Eldveil, pero quienes lo conocían sabían que era distinto. Mientras otros soñaban con ser guerreros, arqueros o magos, Sion solo tenía un deseo: convertirse en marionetista.
Desde niño había sentido fascinación por ese arte. Ver cómo los maestros hacían bailar, luchar o cantar a sus marionetas con hilos de mana le parecía lo más cercano a la magia pura. No era solo control… era conexión. Una sinfonía entre dos almas.
Editado: 26.10.2025