A la mañana desperté antes que nadie. Todo el mundo seguía durmiendo, y el peso en el pecho me dolía. Apenas abrí los ojos, no dejaba de pensar en Nabi... en que probablemente ya no quería verme. En que probablemente me... odiaba.
Era algo en lo que no podía dejar de pensar. ¿Mi pequeña me odiaba?
La pregunta me retumbaba en cada momento. En el desayuno no dije nada. Isabella me miraba desconcertada por lo ido y perdido que estaba. No me preguntó qué me pasaba, y agradecí eso.
Al terminar de desayunar, decidí que ya no podía quedarme con la duda de si mi hermanita me odiaba. Así que hice algo que nunca pensé que haría de nuevo.
Volver a mi viejo hogar.
Me paré frente a la puerta. El pecho se me subía y bajaba, las manos me sudaban y un escalofrío recorría mi espalda. Me replanteé varias veces si debía tocar, si debía siquiera estar ahí... pero no podía dejarla así.
Toqué la puerta. Para mi sorpresa, abrió mi... padre.
Me miró de arriba abajo con desagrado. Tragué saliva; tenía un nudo en la garganta y los puños firmes.
—¿Qué hacés aquí, Deveraux?
Mi apellido. Nunca me había llamado por mi nombre, y odiaría que lo hiciera.
Levanté la cabeza y lo miré con fuerza, aunque por dentro me temblaba todo. Intenté pasar por la puerta, pero él la bloqueó con el cuerpo. Me dedicó una sonrisa burlona y me señaló con desdén.
—Ya no pertenecés a este lugar. Así que, si no tenés nada bueno que hacer —como durante toda tu vida—, lárgate.
—Vengo a ver a mi hermana —dije, con voz firme.
—¿Nabila? Ah, ella no está aquí.
En el momento que dijo eso, logré divisar su figura bajando las escaleras detrás de él. Cuando levantó la mirada, me miró... y me mató el dolor que sentí al ver su expresión. Estaba triste, dolida. Se me comprimió el corazón. Aparté bruscamente a mi padre y me dirigí hacia ella. Él soltó un quejido y vino detrás mío, pero lo ignoré. En ese momento, nada más existía.
—Nabi, perdóname. Sé que lo que hice estuvo mal y...
Me cortó con un suspiro cansado, y se plantó frente a mí.
—Mirá, Elías. Comprendo que te hayas ido. Pero las cosas no son tan simples como que te disculpás y listo. Ya no soy esa niña de cuatro años a la que protegías y le hacías promesas falsas.
El recuerdo de la promesa me atravesó la mente. Se me hizo un nudo en la garganta.
—Ya no puedo confiar en vos. Me abandonaste en el peor momento. No quiero verte más. No me llames, no me escribas. Dejame en paz. Estoy harta de vos, así que andate.
Por más que lo intentara, una lágrima recorrió mi rostro y cayó al suelo. Ella lo notó, pero apartó la mirada. Retrocedí unos pasos... pero detrás mío estaba él.
—Pedazo de mierda, ¿cómo te atrevés a entrar a esta casa y empujarme?
Sin más, su puño me golpeó la mandíbula. Sentí el corte en el labio inferior de inmediato. Eso fue la gota que colmó mi paciencia. Apreté los puños y se lo devolví.
Todo se volvió un caos. Nabi gritaba desesperadamente que nos separáramos. Mi madre apareció de la nada intentando intervenir. No sé cuándo terminó todo esto. No sé en qué momento dejé de gritar. Sólo sé que ahora me encuentro caminando por la calle, sin rumbo. Con el ojo morado y el labio sangrando.
Después de la pelea, mi hermana me dio una cachetada por idiota. Me gritó que no volviera nunca más.
No traía mi teléfono. Lo había dejado en la casa de Isabella.
Me senté en la vereda. La ropa sucia. La cara ardiendo. El alma hecha trizas.
Y esperé... esperé durante horas...
...a que alguien se preocupara por mí.