Una mujer de aspecto sobrio y elegante caminaba a paso ligero por una oscura y empedrada calle. Llevaba el cabello negro perfectamente recogido en un moño alto, ni un solo pelo estaba fuera de su sitio. Su pálido rostro estaba marcado por una gran cicatriz en el lado derecho que la mujer no se esforzaba en esconder, más bien parecía estar orgullosa de ella. Su figura apenas podía reconocerse bajo una oscura y larga capa que cubría todo su cuerpo. Sus zapatos, negros y con cierto tacón, reafirmaban la evidente altura de la señora.
El viento y la lluvia provocaban que todos se resguardasen en sus casas con las ventanas cerradas a cal y canto, pero a ella parecía que los elementos ni siquiera la rozaban. Caminaba envuelta en una extraña aura que la protegía del resto del mundo. Casi parecía que tan solo se tratase de un holograma, y que la verdadera mujer estuviese en el sofá de su casa tomando un café plácidamente. Nada la perturbaba.
Avanzó segura hasta llegar a su destino, una pequeña casa prefabricada con un amplio y cuidado jardín lleno de rosas y tulipanes. Tocó la puerta con suavidad, pero de forma firme. Los golpes eran secos y constantes. Tan solo tres fueron suficientes para que una mujer de unos cuarenta años con una corta y rubia melena saliese a recibirla. Su aspecto era algo descuidado, se notaba que llevaba todo el día limpiando y cocinando, aún tenía alguna pelusa por el pelo y el delantal lleno de manchas de algo que por el color parecía ser tomate frito.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó la rubia tratando de sonar tranquila mientras miraba a la mujer.
Hacía demasiados años que se había escapado de ese mundo, y no estaba dispuesta a que la volviesen a llevar.
—María —respondió la morena de forma seca.
En ese momento el rostro de la dueña de la casa comenzó a palidecer. No venía por ella, venía por María. No, no podía ser. No estaba dispuesta a ello. María era mayor ya, tenía que tratarse de un error.
Trató de cerrar la puerta de manera apresurada, pero el pie de la señora se lo impidió. La rubia no sabía qué hacer, sabía que nunca podría con ella, pero no podía darse por vencida así como así. María era su niña, no se la podían llevar...
—No hagas esto más difícil de lo necesario Dana —dijo la mujer de aspecto sobrio mientras volvía a abrir la puerta—. Ya sabes cómo funciona esto.
—Pero tiene dieciséis años y no ha manifestado sus poderes de ninguna forma —se excusó tratando de convencerla.
Tenía que tratarse de una equivocación. Los poderes se manifestaban cuando uno era un niño, no a esas edades. Su hija no podía irse ahí, no la había preparado para eso.
—Lo sé —Hizo una pausa—, pero la he sentido. Sé que pronto comenzarán a despertar sus poderes y sabes que la ley estipula que debe ingresar en el Morsteen para aprender a controlarlos —respondió sin excesivas ganas.
Dana estaba desolada, no podía dejar marchar a su niña. La había protegido de ese mundo siempre. Sí que le había contado algunas historias de su juventud en el internado, pero tan solo anécdotas, jamás pensó que tuviese que prepararla para ese momento.
—Adrianna, por favor —le rogó.
—Sabes que si debo detenerte y llevármela lo haré—respondió seca—, pero no me obligues a ello —Se quedó en silencio—. No creo que dejarla sin madre le ayude en su camino. Además, aún te tengo respeto por el pasado, así que no me gustaría tener que hacer esto por las malas.
Dana cerró los ojos resignada, sabía que no podía hacer nada para impedir que el régimen se llevase a su hija. Con un poco de suerte todo se quedaría en un susto, los poderes de María nunca llegarían a aflorar y podría volver a casa y continuar con su vida normal.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Mañana se incorporará para el inicio de las clases —respondió la morena mientras giraba sobre sus talones y abandonaba la escena.
Volver a ver a Dana le había traído demasiados recuerdos. Sabía que la había destrozado con sus palabras, pero no había otra opción. Desde que sentía los poderes de los chicos, estos pertenecían al régimen y sus familias no podían hacer nada para impedirlo. El régimen pasaría por encima de quien fuese necesario para hacer cumplir sus leyes, y Dana no iba a ser una excepción. No importaba que en el pasado hubiesen sido buenas amigas. Cada uno tenía un papel establecido, y ella debía cumplir el suyo.