Amelie.
Para cuando llega la mañana el cansancio toma factura de mi cuerpo por mi pequeña actividad en la oficina del líder, el capo italiano aún duerme a mí lado y aunque no pasé frío, tampoco pude dormir ni un poco, ahora mi cuerpo parece recordar que hace poco salió de una tortura, mi cabeza duele demasiado y los ojos me arden con cada parpadeo.
Es muy temprano, pero el tipo junto a mi parece muy cómodo como para levantarse, no estoy acostumbrada a compartir mi espacio al dormir, además no tolero el hecho de estar acaramelados y enredados entre las sábanas durante mucho tiempo, así que sin darle mucha importancia al dolor que domina mi cuerpo salgo de las sábanas que nos cubren.
—Despierta, ya debes irte –con mi pie comienzo a darle leves empujones a su cuerpo, aunque ni se inmuta– es tarde, tengo asuntos que resolver.
—Estás herida –su voz sale ronca y adormecida, lo único que hace es acomodar su cuerpo hacia el lado contrario– además Anton no quiere verte por un buen tiempo.
Por supuesto que el viejo no quiere verme, pero pronto servirán el desayuno y debo estar ahí, los planes no van a avanzar si sigo acostada aquí.
—Bien, quédate ahí siendo un holgazán —lo único que hace es suspirar, de un salto dejo mi cama, lo que provoca un tirón agudo en mi torso– mierda, parece que si hay algo mal con mis costillas.
Eso llama la atención del capo, pero lo único que hace es levantar la cabeza y observarme desde su lugar.
—¿Quieres que te ayude a bañarte? –la sonrisa coqueta no se hace esperar y apoyando su cabeza sobre su mano derecha me guiña un ojo. ¿Eso produce algo en mí? Por supuesto que sí, pero no es suficiente para hacer algo al respecto.
—Quiero que vayas a vivir la vida lejos de mi habitación –comienzo a desnudar mi cuerpo bajo su atenta mirada– ya excediste el tiempo que puedo soportarte.
Lo veo tomar impulso para levantarse, pero antes de darle oportunidad a cualquier movimiento de su parte me encierro en el cuarto de baño. Mi cuerpo no soportaría otro tipo de actividades hoy.
La bata que siempre guardo en el baño me salva de tener que salir por una toalla, me tomo mi tiempo viéndome en el espejo de cuerpo completo, hay muchos hematomas regados en todo mi torso, algunos por mis piernas y uno enorme en mi rostro, tengo heridas menores en los brazos que parecen algo así como arañazos de algún gato salvaje, la cicatriz de mi costado luce un poco golpeada, pero en general no es un aspecto demasiado alarmante, además la inflamación de mi ojo parece ir mejor y he recuperado más campo de visión, quizá para mañana solo sea parte de los demás golpes.
Para sorpresa de nadie, está no es la primera vez que el abuelo me "castiga" de esta manera, he vivido dieciséis años de mi vida bajo sus reglas y claro que aproveché cada oportunidad que tuve para ir en contra. No es algo en lo que deba pensar demasiado.
Me tomo mi tiempo para bañarme, porque cualquier movimiento produce dolor en mi cuerpo y porque me gusta disfrutar del agua fría, no importa si el invierno comienza a llegar. Cuando salgo del baño el líder ya ha abandonado mi habitación y eso me hace sonreír con tranquilidad, es cierto que no soporto a las personas por demasiado tiempo.
Que innecesarios son los vínculos amorosos, te fuerzan a ser débil, debes tomar en cuenta a la otra persona y ser mínimamente cruel es algo condenable, ese tipo de cosas déjenlo para los pueblerinos o los pobres.
Tomo algo cómodo de mi closet, bicicletero negro, un suéter gris simple y zapatos para correr, desenredo mi cabello y solo lo peino hacia atrás secando al ambiente. No puedo hacer mucho por mi rostro magullado así que ni siquiera lo intento y cuando compruebo que tengo una apariencia un poco decente entonces salgo de la habitación, directo al comedor.
Unas dos veces por semana debemos tomar el desayuno con los lideres, en la mansión viven demasiadas personas (muchas de ellas insignificantes para mi) pero que deben pasar a relacionarse con nosotros y los jefes, como si de verdad fuéramos una familia. Algo innecesario, ridículo e irritante.
Uno de los lacayos abre las puertas del comedor para mí, lo que llama la atención de los presentes, son pocos, pero sus miradas no son precisamente de bienvenida. A la cabeza de la mesa se encuentra el abuelo, sin molestarse en mirarme ordena a una de las empleadas que aparte una silla para mí, justo en medio de Luhan, el prometido de Alana, y la que parece ser la madre de Rebeca.
—Hoy te dignaste a bendecirnos con tu presencia —el comentario viene de Giselle y a su lado Rebeca ríe.
—Yo creo que a maldecirnos.
Creo que ya no estoy en edad de soportarme a estas crías. La mirada de Leandro, que se encuentra al otro lado de la mesa justo en frente, se conecta con la mía. Mi expresión no cambia y decido hablar.
—Tu no quisieras que te maldiga, Meyer —giro mi rostro hacia ella que mastica lentamente una fresa — no podrías soportarlo.
Para ninguno en esta mesa es un secreto que soy de las mejores en torturas, después de pasar por muchas te vuelves un experto, además disfruto atormentar a las personas, porque es relajante.
—Solo coman en silencio —el abuelo suspira cansado y pide más pan a la mucama — quien no haya bajado a desayunar que no se moleste en venir, no estoy en edad de tolerar a tantas personas.
Demonios, después de todo si somos familia.
El desayuno es demasiado aburrido, ignoro las conversaciones sin sentido y procuro comer rápido. Ayer no pude comer suficiente, además de la cena que el líder trajo para mí, me ejercito bastante así que necesito suficiente comida. No me molesto en dejar mi atención en los demás presentes, Alana y Yuko parecen seguir durmiendo, Jenks no es de mi agrado y además parece estar en otro mundo, ni siquiera Fabricio parece buena distracción ahora.