Connor
Faltaban cinco minutos para que mi despertador sonara y yo me sentía recuperado, como sí no necesitase de una estridente alarma para poder conectar mi mente con la realidad.
Había tantas cosas dentro de mi cabeza que no podía hacerlas a un lado, por el miedo que sentía de saber la realidad a la que me enfrentaba hoy en día.
No podía ignorarlas pero sí retenerlas mientras miraba a través del marco de mi ventana que conectaba con el exterior, imaginando que el día podría ser diferente a como siempre lo veía.
Una ciudad repleta de edificios en ruinas, millones de drones monitoreando las áreas y un enorme cielo siendo opacado por esas nubes grisáceas que impedían ver más allá de lo que cubrían.
¿Cómo era en realidad el cielo?
¿De qué color es?
¿Existían creaturas que pudieran vivir en él?
No lo sabía por culpa de esas nubes grises.
Nada las traspasaba con la excepción de las grandes torres que rodeaban los edificios en ruinas.
Esas torres eran los únicos lugares que no mostraban tener daños ya que conducían hacía el lugar donde vivían los miembros del Sexo Perfecto, quienes tenía el privilegio de vivir en un lugar alejado de la destrucción y contaminación, mismo lugar al que pertenecían los miembros como yo.
El Sexo Imperfecto.
Confieso que mirar hacía el exterior era una costumbre que tenía desde los cinco años porque me hacía sentir una conexión con el sentimiento de ser algo diferente a lo que ya era.
Un perdedor obligado a vivir en la esclavitud.
Desde que tengo memoria todo lo que conozco a sido controlado por “El Sexo Perfecto” a través del Régimen.
Cualquier cosa que quisiera tocar, comer o simplemente respirar es algo que puedo solo sí ellos me lo permiten, ya que también tienen el privilegio de negarme saber ciertas cosas debido a que yo formaba parte del “Sexo Imperfecto”.
Por qué, no lo sabía.
Solo era obligado a trabajar y vivir en una pocilga.
Las paredes de mi cuarto siempre están cubiertas por hongos, hay polvo por todas partes y en algunas mañanas despertó con mordeduras de rata en mis piernas. Pero uno se acostumbra porque no tiene elección, más que vivir en donde a uno le toca, y mi caso era estar con “Padre” (el hombre que me adoptó) y mis otros catorce hermanos adoptivos viviendo en una sociedad donde todos somos obligados a trabajar dentro de las minas, extrayendo minerales sin saber para que servirían.
—Connor —Mi mente se volvió a conectar con la realidad en cuanto escuché la voz de Padre—. ¿Ya estás listo?
Él, como siempre, había entrado a mi cuarto sin tocar la puerta con Josh, mi hermano más pequeño, recostado sobre sus brazos.
Cada vez que lo veía pensaba en lo triste que sería la vida de mi hermano, ya que su destino era vivir de la misma forma que yo.
—Ya casi —respondí— solo me faltan las botas.
—Entonces date prisa. Tus hermanos se están terminando los huevos —Y no tenía que recodármelo.
Tyler era quien siempre devoraba todo.
—Por cierto, feliz cumpleaños.
—Gracias, Padre —él parecía feliz, como sí estuviese orgulloso de que su hijo por fin entraría a las minas Delta.
Un sentimiento que no compartía con él.
Cuando un miembro del Sexo imperfecto cumple 10 años es obligado a trabajar en Las Minas Alpha hasta cumplir los 21; una vez que eso sucede somos trasferidos a Las Minas Delta y trabajamos en ellas hasta cumplir los 30; sin embargo llegar a los 30 era algo que solo el diez por ciento de la población lograba llegar, ya que muchos miembros que eran enviados a Las Minas Delta desaparecían sin razón.
Entre ellos existieron varios de mis hermanos que nunca regresaban a casa. Algunos teniendo unos dos o tres años, y en otros casos solo días como ocurrió con mi hermano Tom.