Dominando a Alistair

Capítulo 1. El Oasis

El Oasis. Una novela de fantasía épica.

La historia de Darian Torvak no comenzó con gloria, sino con exilio.

Nacido como heredero del trono de Zoricus, un reino antiguo de arquitectura dorada y poder ancestral, su infancia estuvo marcada por la promesa de grandeza. Desde pequeño fue entrenado en el arte de la espada, la política y las tradiciones reales. Su padre, el rey Aeron Torvak, era un hombre orgulloso y severo que esperaba de su hijo una perfección que ni los dioses podían ofrecer.

A los quince años, una traición dentro del Consejo lo marcó con falsos cargos. Se le acusó de conspirar contra la corona, de desear el trono antes de tiempo. Algunos decían que el propio Aeron quería que el joven creciera con mayor fuerza e inteligencia. Sea por coacción, manipulación o error, el rey firmó su destierro.

Sin derecho a defenderse, Darian fue escoltado más allá de las fronteras de Zoricus y dejado en las tierras áridas de Naril, una aldea olvidada donde el polvo era más frecuente que el pan. El príncipe pasó de dormir en sábanas de seda a compartir techo con jornaleros. Ocultó su identidad, cambió su nombre, y vivió cinco años como uno más entre los trabajadores del campo. Aprendió a cosechar, a sanar heridas con hierbas, y a escuchar. El orgullo de príncipe se desmoronó, pero en su lugar nació algo nuevo: fuerza, compasión… y paciencia.

Mientras tanto, al otro lado del continente, una sombra crecía.

El joven Alistair Kaelan ascendía al trono de Valhat, el reino vecino. Tenía apenas diecinueve años cuando su padre murió tras una larga enfermedad. A diferencia de Darian, Alistair había sido preparado con brutalidad. Educado entre grimorios oscuros y rituales, criado por consejeros crueles que susurraban que la debilidad era pecado, Alistair se convirtió en un prodigio mágico sin rastro de ternura. Era hermoso como una estatua de mármol, y tan frío como ella. Con su cabello blanco como la escarcha y sus ojos de acero plateado, la corte lo apodó “el Rey Invierno”.

Apenas fue coronado, Valhat empezó a moverse. Las tropas cruzaron los pasos montañosos. Los espías florecieron como maleza en tierra enemiga. Kaelan no hablaba de guerra; simplemente la hacía.

La noticia de la invasión llegó a Naril como una ráfaga de viento helado. Darian escuchó que Zoricus ardía, que la bandera real había sido arrancada del palacio, que su padre había sido ejecutado públicamente por el nuevo rey. El exiliado sintió cómo el mundo que había intentado enterrar se alzaba nuevamente. El trono estaba vacío, su pueblo oprimido y el enemigo era un monstruo con un rostro joven.

Sabía que no podía enfrentarlo como era. El nuevo rey Kaelan era un mago tan poderoso que los relámpagos respondían a sus dedos y los muertos obedecían sus susurros. Darian necesitaba algo más. Entonces recordó las leyendas que escuchó de niño, historias prohibidas que hablaban de un lugar escondido en lo profundo del Desierto de la Muerte. Un sitio sagrado, un relicario de poder puro: el Oasis.

Se decía que ningún hombre regresaba, que las tormentas de arena eran guardianas que devoraban cuerpos y almas, que los pocos que lo encontraban regresaban distintos… o no regresaban en absoluto. Pero Darian ya no tenía nada que perder.

Tomó una capa vieja, una daga y una brújula rota. Dejó atrás el nombre falso y caminó hacia el este, hacia la muerte, hacia el Oasis.

Los días se fundieron con las noches. El sol ardía como un dios enfurecido, y el viento cortaba la piel como si tuviera dientes. Darian empezó a delirar. Vio a su madre fallecida, oyó a su padre perdonarlo, escuchó a Alistair reír desde las dunas. Pero aún así, siguió.

Una noche, bajo una tormenta de arena que parecía rugir con la voz de mil demonios, cayó. Su cuerpo, ya exhausto, se dobló sobre la arena como una rama seca. Cerró los ojos esperando el final… pero sintió una mano sobre su hombro.

Era una mujer anciana, de rostro ajado por los años y los soles, vestida con telas tan viejas que parecían parte del mismo desierto. Tenía los ojos color cobre, y su presencia imponía un silencio más fuerte que el viento.

— Muchos han muerto buscando lo que tú buscas — dijo ella con voz rasposa, sin rastro de compasión —. ¿Por qué deseas encontrar el Oasis?

Darian la miró con dificultad. Podría haber dicho “por venganza”, “por poder”, o “para reclamar lo que me arrebataron”. Pero no lo hizo. En cambio, habló con la voz fuerte, siendo quién lo ha perdido todo y aún elige el camino recto.

— No busco poder para aplastar a mis enemigos — respondió, firme —. Busco fuerza para liberar a los inocentes, para devolverle un hogar a quienes han sido esclavizados. No quiero venganza, sino justicia y si el Oasis ha de juzgarme por ello, que lo haga. Pero mi causa es honorable, y no la negaré.

La anciana lo miró por unos segundos que se sintieron eternos. Luego asintió lentamente, reconociendo indirectamente, un linaje que el mundo ha olvidado.

— Entonces Darian Torvak. Si quieres llegar al Oasis, debes renacer con un nuevo propósito. Como el que camina con el viento.

Y al decir esto, la anciana desapareció como si el viento se la hubiera llevado consigo. Al abrir los ojos, Darian se encontraba de pie. La tormenta había cesado y frente a él, en el horizonte, el mundo se quebró como vidrio y surgió una visión imposible: un jardín en medio del infierno. Árboles de corteza azulada, agua más pura que el cristal, y una luz que no venía del cielo.

Estaba en el Oasis.

Una presencia emergió del centro del estanque. No tenía forma fija, solo una voz que se sentía en la mente y en los huesos. — ¿Vienes por poder?, — preguntó.

Darian asintió.

—Entonces debes ofrecer algo a cambio.

El precio fue su inocencia. No su bondad, sino la parte de sí mismo que todavía creía en finales felices. El Oasis le otorgó habilidades que dormían en su sangre: manipulación del viento, intuición sobrenatural, control sobre su propia energía vital. Y cuando emergió de aquel lugar, su sombra era más larga, sus pasos más firmes, y su mirada… la de un hombre que ya no temía nada.




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