Dominando a Alistair

Capítulo 2. Día de Cumpleaños

La campanilla de la puerta no había dejado de sonar en todo el día. Era febrero en fin de semana y, como cada inicio de año escolar, la biblioteca se llenaba de visitantes: estudiantes en busca de manuales, padres desesperados por las listas interminables de útiles, jóvenes curiosos explorando títulos para sus academias, y lectores ocasionales que simplemente buscaban una historia que los atrapara. Febrero traía consigo el bullicio de nuevos comienzos, y “El Jardín de las Letras” no era la excepción.

Liora, como siempre, estaba detrás del mostrador, organizando devoluciones, reponiendo estantes y guiando a los clientes con una sonrisa serena que ocultaba el cansancio. Era su cumpleaños número veintitrés, pero para ella, era un día como cualquier otro. No había globos, ni mensajes especiales, ni siquiera un café diferente al habitual. Ya hacía varios años que había dejado de celebrar. Su familia se había desdibujado lentamente del mapa de su vida, cada uno había tomado su propio rumbo y ella, sin dramatismos ni reproches, también.

“El Jardín de las Letras” era más que su lugar de trabajo. Era su refugio, su hogar silencioso. Una biblioteca peculiar, con estanterías de madera clara adornadas por enredaderas artificiales y lámparas cálidas que colgaban como luciérnagas. A pesar de no ser un sitio amplio, era acogedor y popular. Había rincones llenos de cojines, mesas individuales con lámparas de lectura, y una zona con grandes ventanales donde la luz del sol bañaba las páginas de los libros. En el centro, una pequeña fuente de agua cantarina y el inconfundible aroma a café recién hecho, daban al lugar su encanto único.

Aquel oasis de letras permitía leer sin pagar, incluso ofrecía café gratis para quienes se quedaban más de una hora. No parecía una biblioteca privada en absoluto, y eso era lo que más amaban los visitantes, la libertad de explorar sin prisa.

Liora llevaba ya tres años siendo la única encargada del lugar. No había necesidad de más personal, y a ella no le importaba. Amaba cada rincón, conocía cada estante y recordaba con precisión la ubicación de más de mil libros. En sus ratos libres —cuando el ruido del día daba paso al susurro de las hojas— se sumergía entre páginas, viajando entre reinos, leyendas y personajes que se sentían más reales que muchas personas que había conocido.

¿Quién no desearía un trabajo así? Le pagaban por cuidar el lugar que más amaba… y por leer. Para Liora, no existía tesoro más grande.

La mañana había transcurrido sin sobresaltos, entre el sonido de las hojas al pasar y el suave murmullo de lectores concentrados. Liora acababa de reorganizar la sección de clásicos cuando la campanilla de la entrada sonó una vez más, esta vez con un tintineo más largo, como si anunciara algo especial.

Una figura alta se abrió paso por la puerta, cargando un ramo de flores tan grande que cubría por completo su rostro. Los lirios, peonías y rosas en tonos crema, lavanda y coral sobresalían como una explosión de colores en medio del espacio sereno de la biblioteca, atrayendo las miradas curiosas de los presentes.

Liora no tuvo que preguntarse quién era. Lo reconoció de inmediato, era su amigo, el señor Fletcher, un hombre de treinta años de semblante siempre correcto, cabello corto y liso, peinado con pulcritud casi obsesiva. Era el asistente, secretario y mano derecha del señor Branwell, el misterioso dueño de “El Jardín de las Letras”, a quien Liora había conocido hacía años, cuando aún era una universitaria que sobrevivía a punta de trabajos temporales. Desde entonces, el señor Branwell no sólo le había pagados sus estudios, sino que la había tomado bajo su protección silenciosa.

Cada año, sin falta, Liora recibía un ramo de flores por su cumpleaños, siempre entregado con puntualidad por el señor Fletcher. Sin embargo, el de este año era diferente. Algo… imposible de ignorar.

El hombre caminó con paso elegante hacia la estantería donde Liora organizaba libros, y al dejar el ramo sobre una de las mesas de lectura, por fin pudo verse su rostro, tenía una expresión cordial y amable, aunque ligeramente fatigada por el peso de tantas tareas.

— Buenas tardes señorita, ¿cómo estás? — saludó con su voz suave y educada.

Liora sonrió con calidez, cerrando el libro que tenía entre manos. — Muy bien, gracias a Dios, señor Fletcher. ¿Y usted?

— Excelente, gracias por preguntar. — Él le devolvió la sonrisa y extendió una pequeña tarjeta unida con un lazo de satén al ramo —. Vengo a traerle un presente.

Liora contempló el ramo llena de ternura y asombro. Era deslumbrante, decorado con pequeños cristales, mariposas de papel y una cinta de terciopelo que llevaba grabado su nombre. Ya era una tradición, una que la hacía sentir valorada y querida, incluso si su familia había quedado lejos. Este era el quinto año consecutivo que lo recibía.

— Está un poco… grande este año — dijo con una risita —. ¿Está seguro de que no se equivocó de persona?

Fletcher soltó una risa baja y negó con la cabeza. — El señor Branwell dice que este año es especial.

Liora alzó una ceja, divertida. — ¿Especial por qué?

— Eso, me temo, no quiso decirlo — respondió él con un encogimiento de hombros —. Pero cuando se pone así de críptico, algo tiene en mente.

Liora tomó el ramo de flores y acarició con delicadeza uno de los pétalos. Aquellas flores eran más que un gesto estético; eran una forma suave de decir “no estás sola”. Y en días como aquel, ese tipo de lenguaje callado valía más que cualquier palabra.

A pesar de no celebrar su cumpleaños desde hacía años, el señor Branwell lo había convertido en una fecha luminosa, una pequeña excepción en su calendario emocional. Como era costumbre, el señor Fletcher estaba allí para asegurarse de que cerrara la biblioteca al mediodía y se preparara para almorzar en un restaurante elegante, reservado solo para esa ocasión. Era el único día del año en que Liora dejaba de lado sus cómodos suéteres de lana y jeans gastados, y se vestía con algo un poco más especial.




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