Dominando a Alistair

Capítulo 11. Vida Universitaria

Liora conocía perfectamente el camino hacia la editorial Branwell. Sabía qué calles tomar, qué desvíos evitar y hasta en qué semáforos los vendedores ambulantes vendían los mejores dulces de menta. Y ese… ese no era el camino.

Alistair había ignorado por completo la ruta hacia el centro. En lugar de dirigirse hacia el corazón bullicioso de la ciudad, se estaba alejando. Cada kilómetro que pasaba, los edificios se volvían menos frecuentes, las tiendas escaseaban, y el paisaje se convertía en una mezcla de árboles, montañas a lo lejos y letreros de zona rural.

Liora lo miró, alarmada.

— Alistair… — dijo con tono de advertencia —. ¿A dónde carajos me estás llevando?

Él sonrió de lado, como si llevarla lejos de todo lo conocido fuera la cosa más normal del mundo. — Confía en mí.

— ¡Ni siquiera me estás escuchando!

— Lo hago. Pero prefiero ignorarte — respondió mientras giraba el volante hacia un camino aún más angosto, bordeado por árboles y una brisa sospechosamente mística.

Liora se llevó ambas manos a la cabeza.

— ¡Voy a llamar a la policía! — gritó, medio en broma, medio en serio.

— ¿Con qué teléfono? — preguntó él, alzando su ceja con suficiencia.

Ella bajó la vista. Su bolso estaba en el asiento trasero, justo donde no podía alcanzarlo sin soltar el cinturón.

— …Eres un monstruo.

— No — respondió Alistair, con una sonrisa que haría temblar a los gobernantes —. Soy tu amo.

Ella soltó un gemido dramático, y luego se dejó caer contra el respaldo.

El trayecto no fue corto… para nada. De hecho, parecía interminable.

Alistair, al volante, manejaba con una seguridad casi ofensiva mientras seguía las instrucciones del GPS con una concentración absoluta, como si estuviera en una misión diplomática de vida o muerte. A su lado, Liora había pasado de la tensión inicial a un agotamiento emocional que la fue venciendo sin remedio. Su cabeza se recostó contra el vidrio de la ventana y, sin darse cuenta, el murmullo del motor y el vaivén del camino la arrullaron en un sueño profundo.

Un sueño que la llevó años atrás… a cuando tenía dieciocho.

En aquel entonces, su vida era un caos organizado, estudiar administración de empresas, una carrera que no amaba, pero que prometía estabilidad, y trabajar a medio tiempo para poder pagar su arriendo, su comida y, a veces, apenas su transporte. Había días en los que sentía que estaba sobreviviendo más que viviendo. Pero también había una chispa en medio de ese agotamiento: los libros.

Uno de sus trabajos más significativos fue en una pequeña librería de segunda mano, una que pertenecía al conglomerado de Branwell House of Tales. El nombre no le decía mucho al principio, pero el ambiente de esta sucursal… oh, el ambiente lo decía todo. Era un santuario para los que amaban perderse entre letras.

Ahí se sentía en casa.

No solo organizaba estanterías y limpiaba con esmero, sino que se quedaba horas extra —no pagas— ajustando los rincones de promoción, cuidando la sección de rarezas o ayudando a lectores despistados a encontrar un autor que pudiera sanarles el alma. Era más que un trabajo; era su refugio.

Y tal vez fue por eso que alguien la notó.

A los pocos meses, cuando apenas empezaba a preguntarse si todo su esfuerzo valía la pena, le ofrecieron una beca. Una completamente financiada por un proyecto social encabezado por la misma editorial Branwell. Fue entonces cuando conoció por primera vez al señor Fletcher, quien se encargó de explicarle el alcance de las ayudas de la fundación.

Él fue quien le habló, con voz pausada y amable, de los "proyectos filantrópicos" del señor Branwell. Ella pensó que se trataba simplemente de un golpe de suerte. Que alguien, en algún momento, le había visto potencial o, en el mejor de los casos, una chispa de dedicación sincera.

El día que recibió la llamada directa del propio señor Branwell, casi se le cae el teléfono.

Su voz era grave, elegante, con una cortesía poco común. Tenía algo... magnético. No sabría explicarlo, pero esa conversación, aunque breve, la dejó pensando en él durante días. Él le agradeció su trabajo, le habló de oportunidades y, con una serenidad misteriosa, le dio la bienvenida como becaria.

Fue el inicio de algo que entonces no comprendía. Ni siquiera imaginaba que un día lloraría por ese hombre. Que lo admiraría más allá del profesionalismo y que llegaría a quererlo en silencio, como quien se enamora de una idea imposible.

Con el paso del tiempo, lo que comenzó como una relación formal entre patrocinador y becaria fue mutando, casi sin que ella lo notara. El señor Branwell tenía la costumbre de llamarla a finales de cada mes, siempre con el mismo tono educado pero cercano, preguntándole si estaba bien, si necesitaba algo más, si todo marchaba bien con sus estudios. No eran llamadas largas ni demasiado personales, pero en su voz, en su constancia, había algo que comenzaba a volverse reconfortante.

Con los meses, aquellas llamadas se volvieron más frecuentes… y luego llegaron los mensajes. Eran breves, precisos, y casi siempre relacionados con su desempeño académico o con pequeñas recomendaciones literarias. A veces le enviaba enlaces a artículos sobre editoriales, premios literarios o incluso libros digitales. Liora comenzó a sentir que tenía un amigo a distancia. Uno invisible, pero siempre presente. Y aunque nunca lo había visto en persona, su presencia era constante como una sombra cálida que la acompañaba.

Lo curioso era que, a pesar de lo mucho que hablaban, sabía muy poco sobre él.

Había intentado buscar su rostro en internet, por pura curiosidad, pero todo lo que encontró fueron menciones vagas, fotografías recortadas donde nunca salía su cara y entrevistas de segundo plano. El nombre "Branwell", que era sólo su apellido, parecía rodeado por una niebla espesa de discreción, como si alguien se hubiera encargado de borrar cualquier rastro demasiado humano. No era como los empresarios que adoraban figurar; él parecía evitar los reflectores con intención deliberada.




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