Alistair estaba furioso.
Furioso consigo mismo, con el hechicero, con el límite de este mundo, con todo.
A cada nuevo encuentro con aquel misterioso enemigo, sentía cómo su orgullo se desmoronaba un poco más. No era una simple frustración… era humillación, la impotencia le roía los huesos como una infección lenta. Caminaba con el ceño fruncido, la mandíbula tensa y los puños cerrados, con cada paso golpeando el mármol como si quisiera quebrarlo.
El sudor perlaba su frente, aunque la temperatura de la batalla había sido templada. Su respiración era pesada y agitada, pero no por el esfuerzo físico… sino por el veneno emocional que cargaba dentro. Ni siquiera en aquella cruenta batalla final contra el Rey Aeron Torvak, se había sentido tan miserable, tan inútil… y tan pequeño.
Ahora, estando limitado a un uso temporal de sus propios poderes, atrapado en un mundo que no le pertenecía del todo, Alistair apenas era la sombra del guerrero que solía ser.
Cuando cruzó las puertas de cristal de Branwell House of Tales, el eco de sus pasos resonó por el mármol como pesado hierro. Fletcher ya lo esperaba en el amplio lobby, impecable como siempre.
— Alteza, me complace recibirlo — dijo con una sonrisa serena.
Pero Alistair no estaba de humor. Su ropa estaba rasgada, manchada de polvo, hojas y sudor seco. Parecía haber salido directamente de un campo de batalla, y en cierto modo, así era. Sus ojos llameaban con una furia contenida que nadie osaba provocar.
— Llévame con Branwell — espetó, como una orden imperial.
Liora entró corriendo tras él, apenas pudiendo seguirle el ritmo. Fletcher, con cortesía inquebrantable, se volvió hacia ella y preguntó en voz baja: — ¿Ha sucedido algo en el camino, señorita?
— Un… pequeño percance — dijo ella, respirando hondo —. Es difícil de explicar, pero estamos completamente bien.
Completamente bien, no era precisamente lo que parecía Alistair, su aspecto lo delataba. Pero Fletcher, comprendió que no se quería hablar del tema y no hizo más preguntas, simplemente asintió y los condujo a través del pasillo alfombrado hasta el despacho privado del señor Branwell.
La oficina era sobria pero majestuosa. Libros apilados con orden obsesivo, ventanas altas por donde la luz se filtraba como un suspiro, y un retrato en óleo de un león descansando sobre un trono.
Fletcher ordenó con discreción que se trajera una bandeja de té caliente y aperitivos, y sin demora, extrajo cuidadosamente de un armario un conjunto de ropa elegante y perfectamente planchada.
— Alteza, le ruego que se cambie — dijo, extendiéndole el conjunto con ambas manos.
Era ropa del mismísimo señor Branwell. En cualquier otro día, Alistair habría considerado aquello una ofensa a su dignidad real. Pero en ese momento… no tenía ni energía para indignarse, su orgullo había sido tan golpeado que apenas le quedaban fuerzas para sostener la espada que colgaba de su cinturón.
Tomó la ropa sin decir palabra y desapareció en el baño privado. Cerró la puerta con un portazo suave, pero cargado de tensión. Liora y Fletcher esperaron en silencio.
Minutos después, la puerta se abrió de nuevo… y Alistair salió. Liora se quedó casi boquiabierta.
La ropa le calzaba como si hubiese sido confeccionada para él: un abrigo de sastrería oscura, camisa de lino marfil, pantalones que delineaban sus largas piernas como en una pintura renacentista. No lo había notado antes con claridad, pero tanto Alistair como el señor Branwell compartían una complexión regia, poderosa, esculpida con elegancia y precisión. Espaldas rectas, torsos firmes, una presencia que imponía respeto incluso en silencio y al ver lo preciso que le quedaba ese traje, era notorio que ambos tenían cuerpos parecidos en anchura y altura.
Pero había algo más en Alistair ahora… estaba algo distraído. Mientras ajustaba los puños de la camisa y recogía su cabello húmedo hacia atrás, sus ojos no miraban a nadie. Estaban perdidos en algún lugar entre la rabia, la humillación… y la desesperación de no poder ganar.
¿Cómo derroto a un enemigo que parece no tener límite? ¿Cómo rompo las cadenas de este mundo?
Liora lo observó en silencio, tratando de disimular su impresión, aunque sus mejillas la traicionaban con un ligero sonrojo. ¿Realmente tenía que ser tan guapo? pensó, cruzando los brazos con fingido desdén. Pero era inútil, Alistair, ahora impecablemente vestido con un traje sobrio pero distinguido que acentuaba su figura imponente, y acabado de salir de una pelea, conde sus músculos se realzaron y aún corría un leve sudor por su frente, parecía salido de una portada de novela erótica. Se suponía que ella debía estar concentrada en el misterioso hechicero, en la amenaza inminente y en el señor Branwell… pero con Alistair al lado, era difícil recordar hasta su propio nombre.
Y para colmo, ahora que estaban en la editorial, no se sentía tan intimidada como había previsto. Su ansiedad se disfrazaba de expectativa, mezclada con el nerviosismo que precede a un examen sorpresa.
El señor Fletcher esperó a que Alistair se acomodara de nuevo en el sillón —aunque aún se notaba tenso, con la mandíbula apretada y la mirada afilada— y entonces habló con solemnidad: — Lamento informarles que el señor Branwell no vendrá a verlos. Está muy ocupado con algunos asuntos urgentes.
Alistair se irguió como un resorte, indignado.
— ¿Qué? — espetó con furia, apenas domada por la etiqueta. El brillo en sus ojos denotaba una tempestad. Él, un rey, un guerrero, un portador de magia ancestral... ¿rechazado así, como si fuera un vendedor ambulante? Ni mis enemigos más viles me han mostrado tal falta de respeto. Pensó.
Fletcher, sin perder la compostura, asintió suavemente.
— Alteza, no se enoje. El señor Branwell me instruyó para informarle algo más… significativo. Dijo que, desde hoy, debe empezar a trabajar con nosotros.