Conozco la rutina del sol en invierno, en especial los domingos. Se a que hora llega, se que es lo que va a hacer, se que va a entrelazar su luz entre las rejas de mi ventana y va a quemar mis cortinas color sangre, se que va a iluminar cálidamente mi habitación, se que se va a unir junto al aroma del café que viene desde la cocina, se que va a correr hacia el horno y va a buscar el aroma al budín que estaba horneando, se que va a buscar en cada rincón de la casa cualquier objeto o aroma para poder reconfortarme y que me los va a traer a todos juntos pero sabe que mis brazos no están extendidos para recibirlos y que mis manos están heladas así que se queda esperando sobre mí, espera y espera hasta que se resigna. No voy a recibirlos, no hoy.
Se prepara para morir pero puedo notar que aún espera mi despedida, aún me espera, aún sabiendo que desperdició todo su tiempo de vida conmigo, pero no lo hago. Se incendia, la veo incendiarse, veo como el fuego la destruye lentamente hasta llevarse todo, su color se desvanece y un azul frío llega apagando toda la habitación para luego abrirle paso a la absoluta oscuridad. Ahí en ese momento me doy cuenta de que debí haberla recibido, de que debí haberme despedido. La extraño, la necesito, voy a esperarla hasta el próximo domingo.