CAPÍTULO 1
HOWARD GIBBS
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© Era las primeras horas de la noche del viernes 4 de septiembre de 1857, en Birmingham, la segunda ciudad más grande después de Londres. Ese día, el jovencito se encontraba esperando afuera de la habitación de su madre, Erinn, la señora de Gibbs, que llevaba poco más de cuatro meses enferma. Por desgracia, su estado de salud había empeorado progresivamente en los últimos días.
A pesar de su enfermedad que amenazaba su vida, su belleza no se marchitaba del todo.
Howard Gibbs, un hombre descomunalmente alto y que tenía un aspecto áspero, era el padrastro de Dominick; y no tenía más de un minuto que había entrado con una taza de té con un derivado de flor de opio procedente de china, que se decía que era eficaz para el dolor y que seguramente, ayudaría a su moribunda esposa en el momento más difícil para ella.
La joven mujer estaba tendida en su lecho de muerte, algo jadeante, frágil y muy delgada, con un semblante que mostraba tristeza y cansancio a causa de su penosa enfermedad.
Consciente de estar cerca de su último aliento, Erin no temía a la muerte, más bien, su inquietud era el destino que pudiera deparar a su único y amado hijo ante un padrastro alcohólico de conducta impredecible.
Howard, con su rizada y larga cabellera negra y descuidada, tan negro como el ébano, y con una barba sin afeitar por días: se acercó a ella.
La mujer le dijo con una voz lánguida y pausada:
—Howard... ya te lo había dicho..., ¿por qué te muestras renuente en traerme esa taza de té? Sabes muy bien que no lo beberé.
El angustiado esposo con un par de ojos marrones oscuros, clavaron en ella su intensa mirada.
—Te ayudará mucho para el dolor y te hará dormir. Créeme que el efecto será muy rápido. Lograrás descansar —le aseguró Howard a dicha objeción con esa elevada voz grave que tenía.
—No es que dude de que el té no cumplirá el efecto deseado..., sé que lo hará —había admitido ella de que aquello le traería algo de alivio. No obstante, Erinn estaba algo sorprendida respecto al opio que su marido le había conseguido para prepararle aquella taza de té que estaba en la pequeña mesa junto a la cama; es por eso que añadió—: Y mira que te has empeñado en conseguir lo que necesitabas para mí a estas horas de la noche.
Su esposo no tardó en responderle con su grave voz:
—Sí, porque lo necesitas. El té de opio es amargo, pero lo suavicé con un poco de miel.
—¿Cómo fue que lo conseguiste y has sabido prepararlo adecuadamente? —preguntó ella, esforzándose por hablar con todo su empeño como podía.
—Un herbolario chino de nombre Yong Weng me lo vendió y explicó... Deberías beberlo.
Pero la mujer, con un timbre de voz que aún sonaba clara, replicó con determinación:
—No quiero. Podré soportar el dolor tanto como sea posible sin estar drogada... Solo deseo estar consciente hasta mi último aliento.
Ante esta negativa, de todas formas él cogió la taza de té y se lo acercó a los labios secos y agrietados de su mujer con el fin de disuadirla.
En respuesta, Erinn hizo un gesto de rechazo con la cabeza.
Howard se desconcertó.
—Al menos, intenta beber unos sorbos, me duele verte sufrir de esta manera —insistió él con un aire de resignación sombría.
—No insistas más, por favor. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero? —exclamó ella al mirarlo. Luego de aquellas palabras, ella entrecerró los ojos; su frente estaba algo sudorosa por la agitación.
El señor Gibbs, que estaba sentado en un pesado banco macizo de madera ubicado junto a la cama, tenía una profunda desesperanza de verla de nuevo con buena salud. Desalentado, dejó la taza de té en la mesita; enseguida tomó un paño limpio y lo empapó en agua en una cubeta de madera y lo escurrió; empezó por refrescarle el rostro.
—Estoy desesperado. ¿Qué más podría hacer por ti para socavar tu sufrimiento? Es difícil entender tu negación —dijo él, después de haber intentado de aliviarle el terrible dolor con aquella bebida que resultaba ser bendita para muchos dolientes moribundos.
La mujer entreabrió los ojos y le miró de nuevo.
—Olvida ya mi sufrimiento, porque pronto podré salir de esto con la muerte... Por ahora, solo deseo recordarte una vez más lo que te dije hace dos días, porque siento con más fuerza mí agonía, de que este será mi último día de vida.
El hombre, cuya edad oscilaba sobre los treinta siete años, arrugó su frente con impotencia de no poder hacer nada para evitar que la muerte no se la arrebatase para siempre.
—No pienses en eso, amor. Y tampoco deberías hablar en esta condición —le dijo él con la incertidumbre reflejada en su rostro.
—¿Y entonces tener que morir poco a poco en silencio? —objetó ella con voz neutra—. No..., yo quiero decir tantas cosas... a ti y a mi hijo, antes que la hermosa luz de la vida se aparte de mí.
—Entiendo —dijo él de manera compasiva.
Y se produjo un corto silencio en ella, después de hacer una profunda respiración.
Ante esto, Howard arqueó ligeramente las cejas al observar el gesto cansado de su esposa.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó su esposo algo alarmado, pues la veía más agitada—. Será mejor que descanses un poco —sugirió.
—No... debo hablar amor —dijo ella de pronto.
—Esta bien, hazlo, pero no digas muchas palabras —pidió él.
—Solo deseo hacerte recordar algunas cosas, asegurarme de lo que en verdad hay en tu corazón —dijo Erinn.
—Que más podrías ver en mi corazón, sino que mis buenas intenciones de hacer lo que me has pedido —dijo el hombre en una actitud que parecía estar dispuesto.
Después de haber escuchado aquello, Erinn le miró profundamente, y luego reflejó una débil expresión de cariño en su pálido rostro hacia él.
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Editado: 24.01.2022