CAPÍTULO 16
MADDIE HOWLAND
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© Un estruendo se escuchó en la chimenea, donde estaba un dormitorio muy amplio, decorado con gran lujo y comodidad. Y en medio de una nube de hollín, Dominick, el deshollinador, apareció aturdido por el golpe de la caída. Aquel incidente no pasó desapercibido, pues una niña de nombre Maddie Howland lo había escuchado. Era una linda muchachita de ocho años que siempre se encontraba confinada en su permanente habitación oscura. La única ventana del amplio aposento con vista al exterior, estaba cubierta con gruesas cortinas de brocado, negras como el propio eclipse lunar; éstas no permitían traspasar la luz del día de ninguna manera; y es que habían sido puestas a propósito con ese fin.
Dominick experimentó una punzada desagradable que le recorrió el brazo y el dolor le llegó hasta los dedos. Por fortuna aterrizó sobre las cenizas abundantes, no había sido tan grave. Pero las molestias en su costado se volvieron más agudas. Su reacción fue morderse el labio e hizo una mueca de dolor, acompañado de un quejido ahogado que había reprimido; no quería que nadie de la casa se diera cuenta, porque sería vergonzoso y pondría en duda el buen desempeño como deshollinador; temía que lo despidieran. Por ello rogaba a Dios que nadie de la casa lo hubiese visto caer.
Cuando esto había ocurrido, Maddie se encontraba acostada en su cómoda cama con dosel en un plácido sueño, entre cortinas sujetadas con lasos, y fue cuando ella había despertado de un sobresalto por aquel ruido; sí que estaba estremecida de terror, creyendo que era un fantasma. La pequeña quiso hablar, pero sentía un nudo que le ataba la garganta. Sin embargo, con esmerado esfuerzo lo intento de nuevo.
—¿Quién está allí? ¿Hola...? —por fin pudo hablar Maddie; su voz había sonado algo temblorosa, apenas audible para ella misma.
Un silencio lapidoso se apoderó por un instante del lugar tras aquel incidente. No hubo respuesta.
El miedo de Maddie le había empapado los huesos en un escalofrío. Pero tomó valor para hablar de nuevo con valentía, pero esta vez, elevó un poco más su voz.
—Hola... ¿Quién anda allí? —repitió una vez más aquella niña, en un tono delicado y dulce—. Por favor, hable, que estoy asustada.
El pequeño deshollinador escuchó claramente la vocecita de una niña entre aquella oscuridad.
Acto seguido, Dominick dejó de sobarse el hombro derecho y salió gateando del hueco de la chimenea. Finalmente tomó aire y se incorporó con torpeza, pero dio un traspié con el atizador que cayó estrepitosamente.
Maddie se sobresaltó; el ruido la había sobrecogido cuyos ojos se le abrieron al máximo y respiraba con rapidez.
Dominick se inclinó un poco y colocó en su lugar el atizador. Luego de aquello se sacudió un poco el hollín en su desgastada y sucia ropa. El dolor físico ya había remitido un poco.
Enseguida Dominick tomó su apreciado cepillo de trabajo y se forzó a caminar despacio, alejándose de la chimenea. La habitación lúgubre le pareció muy enorme. Y al fondo de la habitación pudo observar una vela casi derretida, que débilmente iluminaba una pequeña parte del lugar, en donde aquella fina voz había salido de la penumbra. Dominick se encontraba en el espacio más oscuro.
El jovencito deshollinador dijo en sus adentros: «¿Por qué habría una habitación tan oscura en pleno día?» «¿Y qué hace una niña entre la oscuridad?»
Con estas preguntas intrigantes en su mente que resonaban en sus oídos, Dominick quiso ir hacia la misteriosa niña, armándose de valor y respirando hondo.
—¿Quién es? ¿Eres tú, mamá...? ¿Papá...? ¿Madeline? —Se escuchó decir de nuevo, mencionando también a la sirvienta. La niña ya había echado un vistazo desde su cama a la puerta principal que apenas se apreciaba muy al fondo del costado derecho, pues las cortinas de su cama le impedían un poco ver con claridad. Pero esa puerta, la única entrada a la habitación estaba cerrada. El ruido le pareció que vino más claramente desde la chimenea, y en esa dirección había enfocado su mirada.
De nuevo, la niña no obtuvo respuesta alguna. Todos los impulsos de su naturaleza lo habrían llevado a correr, salir de ese lugar tan pronto fuera posible, pero un gran miedo la inmovilizó.
Dominick aún no se había animado a responder. Estaba demasiado avergonzado por el hecho inoportuno de su caída. Y sin más demora, el muchachito se colocó cohibido en el límite de la penumbra con su duro cepillo para chimeneas, donde una vela a medio consumir allí cerca, apenas alcanzaba a iluminar.
Con un leve alzamiento de cejas que delataba miedo, Maddie apenas alcanzó a ver una sombría figura, y le pareció que no era de gran altura. Entonces pensó que no era ninguno de los miembros de su casa. Y se dijo así misma: «¿Qué hace un niño en mi habitación.» Eso fue lo que le pareció ver a ella; pero tenía sus dudas, pues aún temía que fuera un fantasma: aunque nunca hubiera visto uno en toda su vida.
El muchachito se adentró un poco más a la débil luz entre retazos de oscuridad, enfocando su brillante mirada en dirección a la niña en su cama de dosel. Y entonces las líneas de aquella figura femenina se perfilaron con un poco más de claridad a medida que los ojos de Dominick se le acostumbraron a la oscuridad.
Desde su cama, Maddie contemplaba sobrecogida al extraño niño con el rostro tiznado. Ahora se apreciaba un poco más su imagen... una imagen algo extraña por su largo cuello.
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Editado: 24.01.2022