Dominios mágicos

5 - El Portón bajo la Cascada

En cuanto Keiden me soltó, una corriente cálida e indescriptible recorrió mi cuerpo, como si el mismo corazón del universo hubiera despertado dentro de mí. Fue una sensación tan extraña como poderosa, completamente ajena a todo lo que había experimentado antes. Era la primera vez que sentía poder… pero no cualquier poder. Era inmenso, colosal, desbordante. Demasiado poder para un cuerpo como el mío, acostumbrado al miedo, a la rutina, a lo humano.

Apenas logré dar un paso, el mundo a mi alrededor se tambaleó. Una ola de calor me azotó desde adentro, como si cada célula de mi cuerpo ardiera con fuego celestial. Mis rodillas se debilitaron, el aire se volvió pesado y denso como plomo fundido, y entonces el vértigo me envolvió. Todo giraba. Me aferré a la pared más cercana, buscando sostenerme, pero mis fuerzas me abandonaron. Al levantar la vista, me encontré con un espejo, y lo que vi reflejado me llenó de un asombro abrumador.

Mis ojos… no eran los míos. Brillaban con una intensidad sobrenatural, como dos soles ocultos en medio de un eclipse. Una luz azulada y profunda emanaba de ellos, pulsando al ritmo de un poder que no entendía, que apenas podía contener. Y luego, la oscuridad me envolvió. Caí. Desmayado, vencido por una fuerza que ni siquiera sabía que existía.

Pero no fue un sueño lo que me recibió en ese abismo sin conciencia. No. Lo que vi fue algo más… una visión. Imágenes extrañas comenzaron a surgir en mi mente, como si una puerta antigua se hubiese abierto dentro de mí. Eran recuerdos... pero no míos. Escenas que jamás había vivido. Sin embargo, las sentía tan reales como el aliento que había perdido segundos antes.

Me encontraba en medio de una batalla titánica, en un campo de guerra cubierto por la niebla y el rugido de criaturas que jamás había visto en este mundo. Seres desconocidos, monstruosos y majestuosos, cuyas formas desafiaban las leyes de la naturaleza. A mi lado luchaba una joven de cabellos plateados y ojos como la luna. Blandía un báculo adornado con cristales que vibraban con cada palabra que salía de sus labios. Sus hechizos eran tan poderosos que rasgaban el cielo con cada gesto.

Junto a ella, tres guerreros —jóvenes, pero decididos— se enfrentaban a la oscuridad con espadas que brillaban con runas antiguas, símbolos vivos que latían como corazones ardientes en sus hojas. Cada golpe que daban era acompañado por un estallido de luz. El campo de batalla era un torbellino de fuego, acero y magia.

Y sobre nosotros… cinco dragones. Majestuosos. Eternos. Sus alas tapaban el cielo y sus rugidos sacudían la tierra. Surcaban los cielos con una gracia brutal, lanzando llamaradas y rayos que destruían al enemigo con precisión milenaria. Ellos no luchaban por obligación. Luchaban por algo más grande. Por una promesa antigua.

Justo cuando la visión alcanzaba su clímax, una presencia aún más intensa se manifestó ante mí. Un ser de luz pura. No tenía forma definida, sólo energía. Era tan brillante que mirar directamente su centro me cegaba. Y sin decir una palabra, me tomó del brazo. No podía resistirme. Me jaló fuera de aquella visión y me llevó… a través del velo de la realidad.

Me condujo hasta el refugio, donde vi mi propio cuerpo tendido, inerte, rodeado por mis compañeros. Todos estaban a mi alrededor, intentando que volviera. Algunos gritaban mi nombre. Otros sostenían mis manos, murmurando oraciones. Fue entonces cuando comprendí: yo no estaba soñando. Mi espíritu había sido arrancado de mi cuerpo para presenciar algo mayor. Algo que estaba por comenzar.

El ser me arrastró fuera de la cabaña, y sin darme tiempo a comprender, comenzamos a movernos a través del borde del manantial, que fluía con una energía más viva que nunca. A medida que ascendíamos por el camino montañoso, el aire se volvía más puro, más antiguo, cargado de un poder ancestral que susurraba secretos olvidados entre las ramas y piedras.

Tras un largo recorrido, llegamos a una cascada monumental, tan alta que parecía que el agua caía desde el mismo cielo. Sus aguas eran tan cristalinas que reflejaban el universo entero. Vi estrellas en su superficie, galaxias enteras dibujadas entre las ondas. Era como si ese lugar estuviera fuera del tiempo, en un rincón oculto del mundo donde los dioses aún caminaban.

Ascendimos junto a la cascada, flotando entre su bruma, hasta alcanzar unos cien metros de altura. Desde allí, la vista era sobrecogedora. Todo el valle se extendía como una pintura viva: los árboles danzaban al compás del viento, las montañas susurraban su sabiduría antigua, y los ríos cantaban canciones que ningún humano recordaba.

Finalmente, cruzamos las aguas que caían con una fuerza descomunal. Era como caminar contra el rugido del mundo. La presión era tal que, si hubiese puesto el tronco más grande del planeta, lo habría partido en dos como si fuera papel. Pero el ser luminoso me protegía, y juntos atravesamos el velo líquido hasta una cueva oculta tras la cortina de agua.

Allí, en la penumbra húmeda y mística, descubrí un portón colosal. Estaba hecho de oro bruñido, tallado con un arte tan preciso que parecía obra de las estrellas mismas. En cada esquina, un dragón esculpido con tal simetría que, si los unías, formaban un cuadrado perfecto. Y en el centro… uno más grande, el mayor de todos, con las alas desplegadas como si volara eternamente hacia el firmamento.

Y entonces, una voz. Ronca. Profunda. Fría como el acero. No vino de la cueva, sino de dentro de mi mente. Resonó como un eco eterno.




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