Dominios mágicos

18 - El laberinto de las bestias: Troy

Después de dos días de viaje interminable a través del bosque, finalmente llegamos al lugar que nos había dicho Thalorion. Allí, entre la bruma de la mañana, se alzaban las ruinas de lo que alguna vez fue el orgulloso pueblo de Escamaria, el mismo en el que Maika y Thalorion habían vivido antes de la guerra con los seres oscuros. Ahora, aquel sitio que alguna vez estuvo lleno de vida se reducía a polvo y escombros, como si el tiempo hubiera decidido borrar su existencia.

Me detuve, observando los restos de casas derrumbadas y calles quebradas por las raíces del bosque que poco a poco devoraban lo que quedaba del pueblo. Un silencio sepulcral cubría el lugar, roto solo por el crujir de nuestras botas sobre las piedras fracturadas.

Troy: —¿Qué fue lo que pasó aquí? ¿Por qué ya no existe este pueblo?

Maika bajó la mirada, y su rostro se oscureció con un dolor que no había mostrado en mucho tiempo.

Maika: —Prefiero no hablar de eso… No ahora. Nuestra prioridad es encontrar los huevos.

Troy: —Sí, es verdad. Lo primero es hallarlos y darles el poder que necesitan.

El aire estaba impregnado de un peso extraño, como si las sombras de los que habían muerto en Escamaria aún caminaran entre las ruinas. Sin pensarlo más, seguimos adelante. Lo extraño era que no había laberintos ni trampas mágicas protegiendo el lugar, algo que me parecía inquietante. Todo estaba demasiado silencioso… demasiado vacío.

Avanzamos juntos, cuidando de no separarnos ni un instante, hasta que llegamos a un callejón estrecho, donde solo podía pasar una persona a la vez. Las paredes, corroídas por el fuego, parecían cerrarse sobre nosotros.

Keiden fue el primero en entrar, con paso firme. Le siguió Sara, después Klior, luego Nick, enseguida Hinty, detrás Maika, después la abuela, y por último yo. El pasillo se volvía cada vez más angosto, tanto que apenas podíamos mover los brazos. El aire era denso, cargado de cenizas que aún parecían suspenderse en el tiempo.

De pronto, cuando levanté la vista hacia el frente, noté con horror que ya no había nadie. ¡Ni un alma! El callejón, que segundos atrás estaba lleno de mis compañeros, ahora estaba vacío. Mi corazón se aceleró.

Pensé que quizá ya habían salido al otro lado y me esperaban afuera, pero algo en el ambiente me decía lo contrario. El silencio se hizo tan profundo que incluso el latido de mi corazón me retumbaba en los oídos.

Seguí avanzando por aquel callejón interminable. Cada paso parecía alargar el corredor, como si el espacio se retorciera a mi alrededor. Entonces lo sentí: las paredes comenzaron a calentarse. Al principio fue un calor agradable, como el abrazo de un fuego hogareño en medio del frío que empezaba a calar en los huesos. Sin embargo, pronto comprendí que aquello no era natural.

Conforme avanzaba, el calor crecía de manera insoportable. Las paredes, que antes parecían simples muros de piedra, se tornaron incandescentes. Emitían un resplandor rojizo y un crujido semejante al de la roca al partirse dentro de un volcán. Pronto se hicieron intocables. El aire quemaba en mis pulmones y el sudor me cegaba los ojos. Sentí que mi piel estaba a punto de derretirse.

Intenté retroceder, pero el fuego me rodeaba, cerrándome el paso. La desesperación comenzó a crecer en mi pecho, devorando mi calma. El calor no cesaba, era como si el callejón quisiera consumirme vivo.

Fue entonces cuando, a lo lejos, distinguí una salida: un resplandor dorado al final del pasillo. Sin pensarlo dos veces, corrí con todas mis fuerzas. El aire ardiente desgarraba mi garganta, mis piernas temblaban, y la sensación era la de correr dentro del mismísimo corazón de un volcán.

Finalmente, atravesé el final del corredor y caí de rodillas. Al levantar la vista, quedé atónito. Frente a mí se extendía un valle colosal cubierto en llamas, donde ríos de fuego recorrían la tierra como venas incandescentes. Y justo enfrente, entre las brasas que danzaban con el viento, descendió desde el cielo un dragón dorado.

Sus escamas brillaban como oro vivo, reflejando tanto la luz del sol como las llamas que lo rodeaban, convirtiéndolo en un resplandor cegador. Su sola presencia imponía respeto, como si la antigua esencia de los dragones nunca hubiera abandonado aquel mundo.

De repente, la misma voz que en el pasado me había revelado por qué la runa no funcionaba, resonó nuevamente en mi mente. Cada palabra vibraba en mis huesos, al tiempo que el dragón movía su cabeza.

Aelyndra: —Hola, Troy. Me alegra que hayas llegado hasta aquí. Gracias por escucharme el otro día y ganarnos un poco más de tiempo.

Me incorporé lentamente, con el corazón desbocado.

Troy: —¿Tú… tú eres el dragón que está frente a mí?

Aelyndra: —Disculpa que no me presentara antes. Me llamo Aelyndra. Y sí, soy yo, la dragona que ahora contemplas.

Troy: —¿Cómo es posible? Creí que habían desaparecido cuando expulsaron a los seres oscuros. Y… ¿qué es este lugar? ¿Dónde están los demás?

El dragón inclinó su enorme cabeza, y sus ojos, tan profundos como el oro líquido, me atravesaron con una mezcla de firmeza y compasión.




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