Dominios mágicos

19 - El laberinto de las bestias: Keiden

Fui el primero en entrar al callejón, avancé un poco y el silencio me envolvió como una prisión en el momento en que crucé el umbral. El callejón detrás de mí se cerró con un gemido de piedra, y de pronto todo cambió: el aire se volvió denso, cargado con un olor metálico que me recordaba a hierro oxidado y sangre. El eco de mis pasos era lo único que sonaba, hasta que una vibración profunda recorrió el suelo, como si algo gigantesco estuviera respirando bajo mis pies.

Al fondo del pasillo, un resplandor plateado apareció, y mi corazón se aceleró. Era Ithryss. El dragón se desplegó frente a mí, su cuerpo hecho de plata líquida, sus alas inmensas extendiéndose hasta cubrir el espacio entero. El aire se quebró con su presencia, y el poder que emanaba era tan inmenso que me costaba mantenerme en pie.

Ithryss: —Keiden, bienvenido a el Laberinto de las Bestias este no es solo un conjunto de pruebas. Es un juicio. Aquí no basta la fuerza: el laberinto mide lo que eres en lo más profundo. Si deseas entrar al Antiguo Valle del Dragón, primero debes enfrentarte a lo que más temes.

Keiden: —¿Y si no soy digno?

El dragón me observó, sus ojos como lunas encendidas.

Ithryss: —Entonces, el laberinto te devolverá a donde iniciaste y si entras otra vez te tragará y nunca más saldrás de aquí. Yo no puedo ayudarte, no debo hacerlo. Si lo hiciera, el laberinto te negaría y te condenaría. Esto es tuyo, solo tuyo.

Antes de que pudiera replicar, Ithryss se desvaneció en un torbellino de luz, dejándome con el pecho ardiendo por la mezcla de miedo y vacío.

El suelo tembló, y los muros comenzaron a alzarse a mi alrededor. No eran de piedra, sino de espejos que se multiplicaban hasta el infinito. Mi propio reflejo me rodeaba por todas partes, pero no era un reflejo normal: eran versiones distorsionadas de mí mismo. Uno me miraba con odio, otro con burla, otro con los ojos arrancados. Algunos estaban ensangrentados; otros me mostraban como un monstruo.

El aire se volvió pesado, sofocante, y entonces lo entendí: el laberinto no solo me iba a probar con monstruos externos, sino también con los internos.

Avancé despacio. Cada paso hacía crujir los espejos, que vibraban como si estuvieran vivos.

De pronto, uno de los reflejos salió de la pared. Era yo… pero no yo. Tenía mis ojos, pero negros y vacíos; mi sonrisa torcida, con dientes afilados. Blandía una lanza de luz oscura y se abalanzó contra mí con una velocidad aterradora.

Desvié el primer golpe por instinto, materializando dagas de luz en mis manos, pero el impacto me hizo retroceder. Aquella criatura luchaba como yo, anticipaba mis movimientos. Era mi sombra.

La pelea fue brutal. Cada ataque que lanzaba era contrarrestado, cada defensa, quebrada. Me golpeó en el rostro y sentí la sangre correr por mi labio.

Sombra: —Eres débil. Sin Ithryss no eres nada. Un farsante que juega a ser héroe.

Me rugió aquellas palabras mientras me empujaba contra los espejos. Los cristales se quebraban a mi alrededor, multiplicando aún más la figura de mi enemigo.

Grité, reuniendo toda mi energía, y lancé una ráfaga de dagas lunares que atravesaron el pecho de la sombra. Su cuerpo se resquebrajó en fragmentos oscuros que desaparecieron en el aire.

Me quedé jadeando, temblando. El brazo me sangraba, pero apenas tuve tiempo de reaccionar: de los espejos comenzaron a salir más figuras, una tras otra. Decenas de sombras mías, todas armadas, todas con la misma furia.

El laberinto quería que me ahogara en mí mismo.

Me lancé al combate. Cada daga que formaba se quebraba contra otra. Mi cuerpo se cubrió de cortes, mi ropa se desgarró, y en medio de esa tormenta de reflejos pensé que no podría seguir.

Y entonces escuché una voz, lejana, como un susurro dentro de mi mente:

eco: —No luches contra lo que eres. Acéptalo.

Cerré los ojos un instante. Dejé de resistirme. Y cuando volví a abrirlos, no traté de destruir mis sombras. Las absorbí. Una a una, las figuras se lanzaron contra mí, y en lugar de rechazarlas, las dejé atravesarme. Dolió. Sentí la furia, el odio, la envidia, todo lo que había querido negar… pero al aceptarlo, se transformó en fuerza.

La última sombra se disolvió en mi interior, y de pronto el laberinto cambió. Los espejos se fragmentaron, dando paso a un pasillo más ancho.

Lo recorrí cojeando, con las manos sangrantes, hasta que el suelo tembló. De las paredes surgió un rugido que heló mi sangre. Frente a mí emergió un coloso: una criatura de tres metros hecha de cristal puro, con un cuerpo repleto de armas que se extendían como espinas. Sus brazos eran guadañas, sus hombros lanzaban cuchillas, y su rostro carecía de rasgos. Era como si el propio laberinto hubiera creado a un verdugo.

La bestia cargó. Me lancé a un lado, pero una de sus cuchillas me alcanzó en el costado, arrancándome un grito de dolor. Sangre caliente corrió por mi abdomen.

No podía vencerlo con simples dagas. El coloso era demasiado grande. Recordé las palabras de Thalorion: “La luna refleja lo que recibe.”




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