El callejón se estrechaba a cada paso. Podía sentir a Keiden delante de mí, podía jurar que escuchaba la respiración de los demás detrás, pero de pronto, todo se desvaneció como si el mundo hubiera sido tragado por un silencio absoluto. Ni un eco, ni un susurro. Solo yo.
El pasillo terminó en un vacío infinito. El suelo se perdió bajo mis pies y me encontré de pie sobre una plataforma suspendida en el aire, rodeada por nubes negras que se movían como olas de tormenta. El viento silbaba con fuerza, amenazando con arrastrarme.
Entonces el cielo se desgarró.
De entre las nubes surgió un dragón tan majestuoso como aterrador. Sus escamas eran negras como la obsidiana, absorbiendo toda la luz, y su pecho y sus alas brillaban en un púrpura incandescente, como brasas vivas que palpitaban en la oscuridad. Con cada batida de alas, un trueno recorría el cielo. Sus ojos rojos se clavaron en mí, y sentí que el aire se me escapaba de los pulmones.
Xyndra: —Has llegado, al fin —dijo con una voz que no escuché con los oídos, sino con el alma—. Yo soy Xyndra, la que duerme dentro de ti, el eco de tu poder.
Di un paso atrás, sorprendida, intentando mantener la calma.
Sara: —¿Eres… la voz que siempre sentí cuando el viento me susurraba?
El dragón inclinó su cabeza, y el resplandor de sus ojos iluminó el abismo.
Xyndra: —Soy más que eso. Soy un reflejo tuyo, la otra mitad de lo que puedes llegar a ser. Este lugar… el Laberinto de las Bestias… existe para revelarte quién eres en verdad. Aquí no se trata de encontrar un camino, sino de descubrir si eres digna de entrar al Antiguo Valle del Dragón.
Mi corazón empezó a latir con fuerza.
Sara: —¿Y si no lo soy?
Xyndra extendió sus alas, y el viento me empujó hacia atrás como si intentara arrancarme del aire.
Xyndra: —Entonces te devolverá a donde iniciaste. Pero recuerda, Sara, que eres mas fuerte de lo que crees, por eso te escogí para que portes mi poder.
Sus alas brillaron una última vez, y su cuerpo desapareció entre las nubes, dejándome sola.
El suelo bajo mí se quebró, y caí en el vacío. Respiré profundo, cerré los ojos y dejé que mi poder fluyera. La gravedad que me sujetaba se deshizo, y mi cuerpo comenzó a flotar suavemente, como si el aire mismo me sostuviera entre sus brazos. El viento rugía, pero yo lo dominaba, moldeando cada corriente a mi voluntad.
El laberinto había comenzado.
Primero fueron sombras voladoras, figuras aladas hechas de humo y viento que descendieron sobre mí como una bandada de cuervos. Sus chillidos eran tan agudos que parecían perforar mi cráneo. Me lancé hacia arriba, esquivando sus garras, y con un gesto aumenté la gravedad sobre ellas. Las criaturas cayeron, desvaneciéndose en la nada.
Pero cada vez que vencía a una, dos más aparecían. Sus alas me golpeaban como cuchillas, y uno de ellos logró desgarrarme el hombro. El dolor ardió, la sangre cayó en el vacío. Sentí la desesperación crecer, pero me obligué a respirar. No podía perder la calma.
Entonces recordé las palabras de mi maestro Thalorion: “Volar es sostenerte cuando todo busca derribarte.”
Elevé mis manos al cielo y reduje el peso de mi cuerpo aún más, ascendiendo como si fuera parte del viento. Desde esa altura, concentré mi poder y aumenté la gravedad en el aire que me rodeaba, creando una esfera invisible que los arrastró a todos hacia mí. Y cuando estuvieron cerca, comprimí esa gravedad en un solo punto. El estallido fue brutal. Las criaturas se disolvieron como humo en el viento.
Pensé que había acabado. Me equivoqué, a mi alrededor se juntaron nubes negras formando paredes y encerrándome en su interior.
El aire se volvió denso, como si el laberinto quisiera aplastarme. Las paredes de nubes que me habían rodeado se fragmentaron con un gran estruendo y, de las grietas, emergió un coloso alado hecho de ráfagas de viento y nubes oscuras. Sus brazos eran remolinos que se transformaban en hojas cortantes, y de su pecho brotaba un rugido semejante a un huracán.
El gigante levantó su brazo ciclónico y, con un giro violento, lanzó contra mí cuchillas de aire que desgarraban todo lo que tocaban. Apenas logré esquivarlos, anulando mi propio peso para impulsarme hacia un costado. Aun así, una de sus cuchillas me alcanzó el muslo, dejando un corte profundo. Grité de dolor, pero no cedí.
Extendí mis manos y me concentré. El viento que me envolvía no era enemigo, era mío. Lo dominé, lo comprimí hasta que se endureció en la palma de mi mano, y de él nació una daga de aire cristalino, invisible pero filosa como el cristal más puro. Lancé una tras otra, hasta que decenas de cuchillas de viento giraban a mi alrededor como un enjambre letal. Algunas rebotaron en el metal, pero otras se clavaron en las juntas de sus alas, arrancando chispas y relámpagos. El coloso rugió, batiendo el aire con violencia.
Me lanzó una lluvia de cuchillas giratorias. Elevé un campo de gravedad alrededor de mí, pero algunas atravesaron la defensa, cortando la piel en mis brazos y el rostro. Sentía la sangre correr, pero cada herida avivaba más mi furia.
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Editado: 05.09.2025