Dominios mágicos

22 - El laberinto de las bestias: Maika

El callejón se estrechaba con cada paso, como si quisiera tragarme viva. Caminaba detrás de Hinty y, aunque juraría que lo veía apenas unos segundos antes, de pronto desapareció. Giré la cabeza buscando a Elda y a Troy, pero la voz de ambos también se desvaneció. Me quedé sola, con el eco de mis pasos resonando contra las paredes húmedas.

No tuve miedo… al menos no al principio. Respiré hondo, intentando convencerme de que aquello era parte del laberinto. Avancé hasta el final del pasillo y, en cuanto mi pie tocó el último adoquín, un resplandor verde iluminó la oscuridad. Entonces la vi.

Nyssariel.

Mi corazón se agitó al reconocerla. La dragona de escamas verdes como esmeraldas puras, con alas de las que emanaban destellos como estrellas. Sus ojos brillaban con una dulzura que me atravesó el alma. No era un dragón cualquiera: yo la había conocido antes de su muerte. Había sentido su presencia y su cariño mucho antes de que el destino nos atara.

Nyssariel: —Pequeña Maika —su voz sonó como un susurro entre hojas agitadas por el viento—. Qué lejos has llegado desde la última vez que nos vimos.

Me quedé inmóvil, con un nudo en la garganta.

Maika: —Nyssariel… —pronuncié su nombre como si al hacerlo temiera que desapareciera—. Pensé que jamás volvería a verte.

La dragona inclinó la cabeza, acercándose, y por un instante sentí que el tiempo retrocedía. Sus escamas emitían un resplandor cálido, como si guardaran en ellas todos mis recuerdos.

Nyssariel: —Siempre estuve contigo, en tu interior. Y ahora, aquí, debes demostrar si eres digna de cruzar el laberinto de las bestias. —Su mirada se endureció, aunque aún quedaba ternura en ella—. Este lugar no es solo un laberinto… es tu reflejo. Cada monstruo será un recordatorio de lo que temes y de lo que puedes ser. Solo tú puedes decidir qué forma adopta tu destino.

Maika: —¿Me acompañarás? —pregunté, con un hilo de voz.

Nyssariel: —No, pequeña —me respondió con suavidad—. Si lo hiciera, sería trampa, y este laberinto no perdona trampas. Pero recuerda: no estás sola. Tu poder es tu reflejo, y tu metamorfosis es más grande de lo que imaginas.

Antes de que pudiera decir más, su figura comenzó a desvanecerse entre chispas de luz verde.

Nyssariel: —Te esperaré al final, Maika —susurró—. No me falles.

Y se fue.

El silencio que quedó tras su partida me golpeó con fuerza. Sentí que el suelo se estremecía bajo mis pies, y el callejón se deshizo como polvo arrastrado por el viento. Ante mí se extendía un bosque inmenso. Al principio parecía encantado: flores luminosas que se abrían al rozar del aire, mariposas que brillaban como luciérnagas, árboles tan altos que casi tocaban el cielo. Pero de pronto, en un parpadeo, todo se tornó oscuro. Las flores se marchitaron en un suspiro, los árboles se torcieron en figuras monstruosas y las mariposas se convirtieron en sombras con alas desgarradas.

El bosque respiraba. Y quería devorarme.

Avancé con cautela, transformando mi brazo derecho en una hoja curva y afilada, como una guadaña hecha de carne y hueso endurecido. Mis pasos resonaban entre raíces que se movían como serpientes. No tardó en aparecer el primer enemigo: un conjunto de raíces negras que se levantó del suelo como un gigante. Ojos rojos brillaron en el centro de aquel amasijo de madera retorcida y, sin aviso, lanzó sus látigos de ramas contra mí.

Me agaché, rodé y clavé mi brazo-guadaña en su tronco, pero apenas logré herirlo. Rugió con un sonido que heló la sangre en mis venas. En ese instante, recordé lo que mi hermano Thalorion me había dicho: la metamorfosis no es solo para ti. El día que nos dimos a conocer transformé a varias personas, pero eso fue gracias a la poción que Hinty me había dado.

Con duda extendí mi otra mano y, con un esfuerzo titánico, transformé parte de sus raíces en piedra. El monstruo chilló. Aproveché su distracción, para saltar sobre él y convertí mi otra mano en una lanza. Con un grito, lo atravesé hasta que el cuerpo entero del ente se desplomó, convirtiéndose en polvo.

Pero no tuve tiempo de respirar.

Del barro del suelo emergieron tres criaturas viscosas, con cuerpos deformes y ojos amarillentos que chorreaban podredumbre. Sus bocas eran hendiduras llenas de colmillos de piedra. Atacaron en manada. Uno me golpeó con tal fuerza que sentí cómo mi costado se desgarraba; otro me derribó contra el suelo. La sangre corría por mi mejilla.

Transformé mis piernas en cuchillas y, girando como una tormenta, partí en dos al primero. El segundo me atrapó el brazo, intentando arrancármelo, pero endurecí mi piel hasta volverla acero y lo atravesé con mi propia transformación. El tercero casi me muerde el cuello, pero logré hundir mis garras recién formadas en su cráneo hasta hacerlo añicos.

Me puse en pie, jadeando, cubierta de barro y sangre. Una cicatriz ardía en mi costado, otra en mi rostro. El bosque se movía a mi alrededor, como burlándose de mi dolor.

Entonces, el suelo se abrió y de las profundidades surgió el mayor de mis retos: una criatura gigantesca, hecha de fuego y espinas. Su torso era de llamas vivas, y de su espalda crecían ramas incandescentes que se extendían como látigos ardientes. Su rugido hizo temblar todo el bosque.




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