Capítulo 1
Gentilmente y con lágrimas en los ojos, el niño Samuk preguntó:
– ¿A dónde vamos, papá? Estoy cansado. Me duelen las piernas.
– ¡Al otro lado del bosque! –le murmuró.
Iban caminando apresurados cuando, de repente, el hombre le arrancó violentamente el collar de bronce con la letra S, inicial del nombre de su mamá, y aceleró el paso mientras lo jalaba bruscamente del brazo.
Con solo siete años, el pequeño Samuk sabía que algo no andaba bien y dijo:
– Pero mi mamá me tenía prohibido entrar al bosque.
– ¡Basta! ¡Cállate! –el hombre contestó con furia–. ¡Y no me llames papá!
Después de horas de camino, ya exhausto, se había quedado dormido bajo un árbol. Las criaturas nocturnas del bosque no se hicieron esperar: aullidos de lobos lejanos y búhos ululando cerca de él lo despertaron, presagiando su futuro. El tierno Samuk no vio a nadie a su alrededor y empezó a llorar desesperadamente.
– ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! –gritaba con todas sus fuerzas.
Con su corazón retumbando en el pecho, sollozaba sin cesar:
– ¡Papá! ¡Mamá! ¿Dónde estoy? Tengo miedo. ¡Papá! ¡Mamá!
Diez años más tarde…
En un aislado pueblito llamado Castelluccik vivía Don Adjetivín. Este era un pueblo montañoso que solo poseía una calle muy larga, con todas sus casas dispuestas a lo largo de ambos bordes. Tenía una pequeña rotonda en el centro de la calle, dentro de la cual había una bomba de agua manual, la única fuente hídrica del pueblo. La rotonda interrumpía el paso de las carretas, y los caballos debían esquivarla para poder transitar por la única calle del pueblo. En el extremo más elevado de la calle se encontraba un enorme bosque encantado que pocos se atrevían a cruzar; todos los que se adentraban en él nunca salían vivos. En el extremo opuesto de la larga calle yacía una estación de tren de escaso uso.
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