Dónde arde la nobleza.

Ni reina. Ni sumisa.

Me miró como si ya supiera que era suya.

Como si yo no fuera más que un objeto: una pieza tallada para encajar en su estúpido juego de poder.

Como si lo que soy le perteneciera desde antes de que siquiera me diera cuenta.

Vladimir Volkov.

Mismo rostro. Misma postura. La misma sonrisa que podría arruinar imperios.

Esos ojos gris pálido —fríos, calculadores, de los que no se calientan ni con fuego— se clavaron en mí con la seguridad de alguien que cree que todo lo que mira le pertenece.

Lo odié.

En un segundo. Sin permiso.

Y lo peor es que algo en mí también quiso verlo más de cerca. Para entender cómo puede alguien ser tan jodidamente hermoso y tan… podrido por dentro.

Qué ironía. Años después sería él quien me rompería.

Pero ahora...

Ahora soy yo la que tiene los colmillos listos.

—Su Alteza —dije, bajando la cabeza con una elegancia que no sentía ni un poco—. Es un honor.

—El honor es mío, Helena Von Esten —respondió con esa voz grave y controlada que parecía ensayada. Un actor sin alma en un escenario lleno de mentiras.

Y entonces, como si le ardiera no tener mi atención solo para él, alzó la mano e indicó a los criados que se retiraran.

Un gesto sutil. Natural. Dominante.

Los demás se alejaron sin rechistar.

Mi padre y el rey seguían más adelante, jugando a estar ocupados.

Ahora estábamos solos.

Y eso no me gustaba.

—Quería hablar contigo a solas —dijo, acercándose como si estuviera haciendo algo extraordinario. Como si bajarse al nivel de una noble menor fuera un sacrificio personal.

—¿Ah, sí? —murmuré con una sonrisa.

No me moví. No me retrocedí.

Solo lo dejé venir. Y miré cómo lo hacía.

—Quiero saber cómo eres realmente. Sin los demás observando. Sin máscaras.

¿Máscaras?

Quise reír.

Él hablaba de máscaras como si no estuviera usando una.Como si su perfecta postura y su sonrisa milimétrica no fueran una fachada más falsa que la diplomacia de esta reunión.

—¿Y qué espera encontrar, Su Alteza? —le pregunté, alzando la barbilla—. ¿Algo que no pueda leer en sus reportes?

—Las palabras no me bastan —respondió—. Me gusta entender a las personas por mí mismo.

Entender. Traducción: medir, evaluar, controlar.

Porque él no entiende a nadie.

Solo quiere asegurarse de que puede poseer lo que quiere.

Y yo no iba a serlo.

Le sostuve la mirada, sin parpadear.

Y sonreí. Fría. Pulida. Letal.

—Pues qué pena. Hoy no tengo ningún interés en hablar con usted.

Lo dije tranquila.

Como quien apaga una vela.

Sin drama. Sin esfuerzo.

Solo con intención de herida.

Él alzó una ceja. Sorpresa. Divertido.

Y un poco molesto. Perfecto.

—Tal vez deberíamos unirnos a la mesa con nuestros padres —añadí, girando en dirección al comedor sin esperar su respuesta—. ¿No cree?

Sentí sus ojos quemándome la espalda.

Como un cuchillo que no encontró por dónde entrar.

Pero me siguió. Sin decir una palabra.

Nos sentamos.

Tazas de porcelana.

Charolas de plata.

Conversaciones ensayadas.

Todo olía a ambición. A pactos disfrazados de cordialidad.

A mentiras vestidas de promesas.

No estaba aquí para fingir.

—¿Qué le parece nuestro reino? —preguntó él más tarde, aún con esa sonrisa educada que probablemente se le enseñó antes que a caminar.

Lo miré directo a los ojos.

Firmé. Fría.

Una niña no debería mirar así.

Pero yo ya no era una niña

Y nunca más iba a comportarme como una.

—Prometedor —dije—. Aunque todos sabemos que lo más podrido se esconde detrás de los muros más dorados.

Silencio.

Mi padre me fulminó con la mirada. El rey carraspeó, incómodo. carraspeó, incómodo.

Pero Vladimir...

Él se rió.

No una carcajada genuina.

Una risa baja. medida.

Como si no supiera si debía sentirse insultado o seducido.

—Vaya —dijo—. Parece que no eres como las demás.

—No lo soy —respondí sin pestañear.

Y ahí lo vi.

Ese cambio mínimo.

El gesto imperceptible.

Sus ojos se tensaron.

Su mandíbula también.

Por un segundo, dejó de verme como una prometida.

Como una inversión.

Y me vio como lo que soy.

Una amenaza.

Perfecto.

—Espero que este sea el inicio de una gran relación —añadió, tomando su taza con esa calma forzada de los que creen tener el control.

Sí, Vladimir.

Una gran relación, pensé mientras sonreía.

Llena de guerras privadas. De gritos detrás de puertas cerradas.

De noches que olerán a odio, a deseo, a ruina.

Porque esta vez… no te voy a amar.

Te voy a destruir desde adentro.

---




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.