incendio. Aquel que no te permite respirar sin que cada bocanada duela.
Mi castillo. Mi prisión.
El eco de los pasos de los sirvientes no hacía más que recordarme que ya no estaba entre las luces del salón, ni entre las melodías de cuerdas que hacían que todo pareciera más elegante de lo que era. Ahora solo estaba yo, mi castigo y el frío juicio de mi padre que aún se repetía en mi mente como un veneno mal absorbido.
"¿En qué momento dejaste de ser mi orgullo?
Cerré los ojos.
Las palabras a un ardían.
No me gritó. No esa vez. Fue peor. Lo dijo con esa calma forzada que solo usa cuando está al borde del colapso. Esa voz templada con rabia y decepción. La que no golpea la piel, pero desgarra el interior. La que te hace dudar si eres realmente la hija o solo una carga disfrazada de promesa.
El castigo fue simple: libros.
Horas enteras sumergida entre páginas que olían a polvo, tinta seca y desesperación.
Al principio me pareció cruel. Leer. Leer cuando lo único que quería era correr, gritar, destrozar algo. No tenía sentido. Odiaba las palabras encadenadas en oraciones que no me llevaban a ninguna parte.
Pero algo cambió.
Una frase en un viejo tomo de medicina atrapó mis ojos: “Todo veneno es también medicina. Todo depende de la dosis y del propósito.”
Me detuve ahí. Razonando.
Por primera vez entendí que los libros no eran enemigos, sino armas.
Aprendí cómo sanar una herida… y cómo hacer que sangre más de lo necesario. Cómo envenenar a través del perfume, cómo desarmar a un noble con modales, y cómo aparentar sumisión mientras preparas el golpe letal. Física, herbología, fuerza física. Incluso diplomacia.
Mi castigo se transformó en algo distinto. Algo que podía usar.
Y ahora que había terminado, no me sentía vencida. Me sentía… peligrosa.
Caminé hacia mi jardín, el único lugar que realmente me pertenecía en esta casa.
El aire estaba cargado con el aroma dulce de los lirios, el frescor húmedo de los tulipanes y la intensidad punzante de las rosas. Cada flor había sido sembrada con mis propias manos. Cada espina, una promesa. Cada pétalo, un recuerdo.
Me incliné junto a un rosal escarlata y acaricié una espina. Me arañó apenas el dedo, pero no me aparté.
Me gustaba esa sensación. El recordatorio de que la belleza más intensa también podía herir.
Mis pensamientos, inevitablemente, volvieron a él.
Vladimir Volkov.
Nombre de príncipe. Corazón de piedra.
Tan encantador en su crueldad que hasta su desprecio parecía un regalo envuelto en oro.
Me había dicho que era su prometida. Me había tocado con esa autoridad hueca, como si pudiera poseerme. Y yo… yo le había devuelto la mirada con una sonrisa que sangraba orgullo. Lo había golpeado. Lo había humillado.
Pero aún así, lo recordaba.
Recordaba su agarre. Su voz. El modo en que me miraba como si ya supiera lo que ocultaba debajo de mi piel.
No era amor. Ni deseo. Era algo más turbio. Una tensión que no desaparecía ni siquiera con la distancia.
En mi jardín, sola y entre las flores, me pregunté si él pensaría en mí de la misma forma.
Recordaría mis palabras con furia? ¿Soñaría con vengarse? ¿Con besarme o destruirme?
Me negaba a creer que alguien como Vladimir pudiera amar. Y aun así, esa oscuridad suya… ese magnetismo maldito… tenía la capacidad de enredarse en mis pensamientos como una enredadera venenosa.
Sus ojos, fríos como la noche, aún vivían en el rincón más secreto de mi memoria.
Me acerqué a la fuente en el centro del jardín y dejé que el agua helada me mojara las muñecas. Necesitaba calmar el temblor que no podía justificar.
No tenía miedo. Tenía rabia. Tenía orgullo. Tenía una herida invisible que aún no sabía si era por su desprecio... o por su ausencia.
—Estás aquí —murmuré, aunque no había nadie.
Porque lo sentía. En el aire. En la tierra. En cada flor que parecía marchitarse cuando pensaba en él.
Volveríamos a encontrarnos. Era inevitable.
Y cuando lo hiciéramos, yo no sería la misma muchacha del balcón.
Yo sabría cómo herir sin levantar la voz. Cómo dominar sin tocar. Cómo ganar sin pertenecer.
Me giré hacia el sendero de piedra, dejando atrás la fuente. Las rosas parecían inclinarse a mi paso, como reconociendo lo que ya sabía:
Mi castigo no me rompió.
Solo me transformó.
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Una vez al mes. Ese era el trato.
Una pequeña tregua entre los deberes y el encierro. Un escape justificado con la excusa más superficial: perfumes. Fragancias. Aguas perfumadas que, según mi padre, eran esenciales para mantener la imagen de una dama de la nobleza.
Mentira.
Yo no venía por apariencia. Venía porque ese pequeño local perfumado, escondido entre callejones de mármol, era el único lugar donde no tenía que fingir que pertenecía a una corte podrida desde sus raíces.
Entré sin anunciarme, como siempre. El tintineo suave de las campanas colgadas sobre la puerta saludó mi llegada. El aire dentro estaba cargado de vainilla, almizcle, y una nota ligera de nardo.
Perfecto.
Me dirigí hacia el estante más alejado, donde se escondían las esencias más puras. Sumergí los dedos en una pequeña toalla de lino y probé un poco de lavanda negra en mi muñeca. Cerré los ojos.
Paz. por fin.
Pero como todo lo bueno, la paz se rompió.
—No puede ser… —susurró una voz chillona, venenosa, cargada de satisfacción y veneno barato.
Abrí los ojos lentamente. No necesitaba verla para saber quién era.
La conserje.
La misma que no sabía mantener las manos quietas cuando Vladimir pasaba cerca. La que usaba vestidos de dos tallas menos y creía que con una sonrisa torcida podía escalar en la realeza.
Ella me observaba con ese brillo de triunfo idiota. Como si haber estado con él le diera derecho a mirarme desde arriba.
—¿Vienes a comprar perfumes para disfrazar tu inseguridad? —preguntó, fingiendo inocencia—. Aunque te bañes en oro, querida, no dejarás de ser la opción rechazada.