El corsé me aprieta, sí, pero no más que la necesidad de contener lo que realmente soy.
Me miro en el espejo, y por un instante, me observo con detenimiento.
Soy hermosa. Incluso con los ojos llenos de rabia. Incluso cuando el hombro derecho arde como si una lanza me atravesara desde adentro. Aquel maldito día, ese maldito caballo, ese maldito perro de Vladimir. Incluso herida, luzco como una obra de arte. Una que provoca envidia y miedo. Una que no necesita ser salvada. Solo temida.
—No es tan grave —me digo, no como consuelo, sino como amenaza a todo lo que me quiera romper.
Salgo del vestidor. Las luces del pasillo apenas acarician el suelo. Las alfombras callan mis pasos.
No voy a bajar por las escaleras principales. No. Esa entrada es para princesas que buscan aprobación.
Yo no busco aprobación. Yo busco control.
Tomo el camino hacia el balcón superior. Desde ahí todos pueden verme. Desde ahí sabrán que sigo de pie, que no hay caída que me quite el trono que me he construido con fuerza, belleza y veneno.
Me detengo justo en la baranda. Miro hacia abajo.
Están todos. Los vestidos, las coronas, los falsos brindis. Todos atrapados en su teatro de apariencias.
Y ahí, entre todos, está Vladimir. Rígido. Fingiendo perfección. Fingiendo que no me desea. Que no me odia por hacerle sombra incluso cuando no hablo.
—Mírenme —pienso, dejando que mis labios se curven apenas—. Porque esta noche… les recordaré quién soy.
Y entonces… unas manos frías como mármol me sujetan por los hombros. El derecho arde. Me paralizo.
—¿Creíste que podías apagarme con tu luz? —susurra una voz detrás de mí, pegajosa y venenosa.
Drizella.
Su voz parece salida de un espejo agrietado, uno que ha querido reflejarme y no ha podido.
—Todo el mundo te mira como si fueras un sol —escupe con los dientes apretados—. Pero los soles se queman. Y yo… yo nací para consumirlo todo.
—¿Estás delirando o solo celosa? —respondo con desprecio, sin girar.
—¿Celosa? —ríe, pero su risa suena como un cristal que se rompe—. Yo soy lo que tú finges ser. Hermosa. Admirada. Deseada. Solo que tú naciste con corona y yo... tuve que forjar la mía a golpes. Nadie me regaló un título. Me lo arranqué al mundo con las uñas.
Sus dedos se clavan más en mi hombro herido. El dolor explota, me dobla por dentro, pero no le doy el gusto.
—Yo también sé jugar, princesa —susurra en mi oído—. Solo que cuando yo juego… la caída es real.
Y me empuja.
El vacío me muerde.
El mármol me recibe como si quisiera devorarme. El primer escalón corta el aire de mis pulmones. El segundo, desgarra mi brazo. El tercero... ya no lo cuento.
No grito. El orgullo me lo impide. Prefiero sangrar en silencio que suplicar ante los gusanos que me miran.
El salón enmudece. Y entonces lo veo.
Vladimir.
Desde el otro extremo, su rostro cambia. Los ojos, amplios. La mandíbula tensa.
Empieza a caminar rápido hacia mí. No corre. Pero lo haría si no estuviera tan lleno de máscaras.
Su expresión ya no es indiferente. Es preocupación. Genuina. Inesperada.
Su expresión ya no es indiferente. Es preocupación. Genuina. Inesperada.
Pero entonces me muevo. Apoyo una mano en el suelo. Me incorporo lentamente. Me pongo de pie sola.
Y eso lo detiene.
Vladimir se queda quieto. Su rostro se transforma.
La preocupación desaparece. Y aparece el alivio. Y después, la vergüenza.
Una sombra le cruza la cara como si se odiara por haber sentido algo por mí.
Y entonces... Se va.
Camina rápido. Como si huyera de sí mismo. Como si necesitara que nadie notara que por un momento… quiso salvarme. Que por un instante, le importé más de lo que debería.
Por un segundo, quise creer que me miraba con humanidad.
Luego recordé quién era.
Y me dio asco de la ilusión.
Me acomodo el vestido. Está manchado, desgarrado, y aun así, se ve como si fuera una extensión de mi furia.
Porque incluso tirada, herida, traicionada…
Sigo siendo lo más importante que este salón ha visto jamás.
Y cuando vuelva a entrar, con el hombro dolido y el orgullo intacto…
Van a saber lo que es adorar a una diosa que sangra… pero no se doblega.
–––
Desde los ojos de Drizella
Mi corazón late como un tambor de guerra.
Ahí está. Helena. Brillando sobre el balcón como si el mundo le debiera aplausos.
Dioses, qué ridícula.
Se cree tan perfecta… tan por encima de todo.
Pero hasta los ángeles se caen.
Y yo, yo nací para derribarlos.
—Yo también sé jugar, princesa —le susurro al oído, sintiendo cómo tiembla bajo mis manos—. Solo que cuando yo juego… la caída es real.
Y la empujo.
Su cuerpo se pierde entre los escalones como una muñeca de porcelana lanzada al suelo.
Yo río. Río tan fuerte que siento que la garganta me arde.
—Perdón, princesa —digo con tono burlón mientras echo a correr, como si fuera parte de un juego entre niñas ricas.
Salgo al jardín como un torbellino. Las estrellas me aplauden. El viento canta para mí.
Estoy viva. Estoy vibrando. Por fin alguien me verá.
Y entonces lo veo.
Vladimir.
Se acerca con pasos firmes. Oscuro. Majestuoso.
Mi sonrisa se abre como una flor carnívora.
El momento es perfecto.
—Te estaba esperando —le digo, alzando el mentón con falsa inocencia, como si mi rostro pudiera competir con la de ella.
Él no responde. Solo me mira.
Feroz. Silencioso. Temible.
Se acerca más.
Mis labios tiemblan de anticipación.
Por fin.
Por fin se da cuenta.
Por fin ve quién soy.
La única que no teme mancharse las manos por él.
Va a besarme.
Va a—
¡CRACK!
Su mano se estrella contra mi mejilla con la fuerza de un trueno.
Caigo al suelo. El frío de la tierra me rasga la piel como si intentara enterrarme.