Los días transcurrían como hojas que caen con suavidad, y cada encuentro con Elena se transformaba en un ballet de una fragilidad exquisita. Las palabras se elegían como si fueran versos delicados, los gestos tejían un compás invisible. Ella, luminosa y transparente, se desnudaba en alma ante mí, mientras yo me escondía tras un disfraz tejido de sombras y mentiras. Pero, con cada sonrisa suya, una grieta se abría en el muro que había levantado para protegerme de aquello que juré no sentir.
Una tarde, el sol doraba el mundo con una calidez que parecía salida de un sueño. Decidimos pasear por el parque cercano a la universidad, donde la despreocupación de la juventud revoloteaba como mariposas en el aire estival. Elena, con su vestido que bailaba con el viento, parecía un espíritu etéreo, una criatura de luz que ignoraba por completo el peso de la oscuridad que yo arrastraba. Su risa, cristalina y vibrante, resonaba como una melodía perdida en el tiempo, y aunque intenté resistirme, me descubrí ansiando esa melodía.
Nos detuvimos frente a un estanque. El agua, inmóvil y brillante, reflejaba el cielo como si fuera un espejo mágico. Los patos surcaban su calma, ajenos a la contemplación que la escena nos inspiraba. Elena se sentó en un banco de madera desgastada, con un gesto que parecía invitar no solo a mi cuerpo, sino también a mi esencia más oculta. Su sonrisa era un amanecer, y por un instante, olvidé el papel que estaba interpretando.
—Tienes el alma de un poeta, Bastien —murmuró, rompiendo el silencio como quien abre un cofre lleno de secretos—. Siempre encuentras la belleza donde otros ven solo vacío.
Intenté corresponder con una sonrisa medida, pero sus palabras calaron más profundo de lo que hubiera querido.
—Quizás sea tu luz la que ilumina esos rincones que creí oscuros —respondí, sabiendo que en mi voz se entremezclaban verdad y mentira.
Ella bajó la mirada, y una delicada sombra de rubor acarició sus mejillas. Su vulnerabilidad era un contraste abrumador con el juego calculado que yo había iniciado. Tomé su mano, un gesto pequeño pero lleno de un simbolismo que no me atrevía a explorar del todo. Hablamos de cosas triviales y profundas, nuestras palabras entrelazándose como las ramas de los árboles que se mecían sobre nosotros. Cada segundo con ella se sentía como una cuerda que tensaba mi corazón, un duelo entre el hombre que pretendía ser y el que quizás estaba empezando a emerger.
—Nunca me había sentido tan cómoda con alguien —confesó ella, su mirada fija en el agua que parecía contener todos los secretos del universo—. Tienes una manera de hacer que mis miedos desaparezcan, como si nunca hubieran existido.
La escuché, y algo en su voz quebró una parte de mi fachada. Era un extraño juego de dualidades: una parte de mí se regocijaba en su confianza, mientras otra se retorcía en la culpa, como un árbol que se sabe incapaz de florecer y aun así sigue ansiando la primavera.
Recordé el momento en que decidí acercarme a ella, cuando todo esto era solo un capricho, un reto egoísta para demostrarme que podía conquistar incluso lo más puro y auténtico. Pero ahora, sus palabras, sus gestos, incluso su silencio, habían adquirido un peso distinto, más visceral, más humano.
—Me alegra saberlo —respondí con suavidad, apretando su mano con un toque que no era del todo falso—. Yo también disfruto cada momento contigo, Elena.
Ella alzó la vista, y en sus ojos encontré algo que me desarmó por completo: confianza absoluta, una entrega desprovista de dudas. Era como mirar al reflejo de un alma que yo ya no sabía si podía igualar. ¿Era posible que, entre las ruinas de mis mentiras, algo genuino estuviera germinando?
Los días que siguieron fueron un torbellino de instantes robados al tiempo. Elena se abría ante mí como un libro antiguo lleno de secretos, compartiéndome sus temores, sus anhelos, sus sueños... Y en sus palabras resonaban los ecos de mis propias inseguridades, de mis propios vacíos. Contra todo pronóstico, las cadenas que yo creí estar atando a su corazón se enredaban en el mío, haciéndome prisionero de un sentimiento que jamás había planeado.
Una noche, tras el cansancio del día, el destino nos llevó a un rincón escondido del parque, lejos de las risas estridentes y las miradas indiscretas. La luz tenue de las farolas pintaba sombras delicadas sobre nuestros rostros, mientras el viento susurraba secretos que solo nosotros podíamos escuchar. Estábamos allí, en un banco desgastado por el tiempo, entre palabras suaves y risas que flotaban como ecos en la penumbra, tejiendo una frágil burbuja de eternidad.
—Bastien, —murmuró de repente, su voz quebrándose como un cristal al caer—. Creo que estoy empezando a enamorarme de ti.
Sus palabras, tan puras y cargadas de peso, cayeron sobre mí como un trueno en medio de un cielo despejado. Era el momento que había planeado, el desenlace de un juego que creí controlar. Pero, en lugar de la victoria esperada, sentí cómo algo dentro de mí se derrumbaba, dejando un vacío que no sabía cómo llenar.
Tomé aire, como quien se aferra a la orilla de un río embravecido.
—Elena, yo…
No me dejó terminar. Sus dedos, cálidos y temblorosos, sellaron mis labios con una caricia que contenía más palabras de las que yo sería capaz de pronunciar.
—No hace falta que digas nada. Solo quería que lo supieras.
Sus ojos, tan profundos y frágiles, contenían universos enteros. En ellos vi el miedo de quien se entrega, la esperanza de quien cree que ha encontrado refugio. Y entonces, algo se rompió dentro de mí, una grieta que dejaba salir la verdad que tanto me había esforzado por enterrar.
Sus labios buscaron los míos, y cuando al fin nos encontramos, el tiempo pareció detenerse. Era un instante perfecto, suspendido entre el deseo y la redención, un instante en el que todo parecía encontrar su lugar. Pero ese instante no era mío, no lo merecía.
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Editado: 05.02.2025