Donde el Amor se Pierde y Renace...

Capítulo 8: Entre Sombra y Reflejo

El frío mordía mis mejillas, infiltrándose en mi piel como una caricia cruel. Cada aliento que exhalaba se convertía en una bruma efímera, disipándose de inmediato en la helada noche. Caminaba sin rumbo, pero no era el camino lo que importaba. Era el eco de mis pensamientos, resonando implacables en el opresivo silencio de las calles desiertas.

Las farolas proyectaban sombras temblorosas sobre el pavimento mojado, espectros danzantes de una soledad imposible de llenar. Me dejaban solo. Solo con mis dudas. Solo con mis decisiones. Y cuanto más me alejaba, más crecía el vacío dentro de mí.

¿Por qué había huido?

La pregunta giraba en mi mente, atormentándome con cada paso. Vi sus ojos brillar con esperanza. Escuché su voz temblar de sinceridad. En ese instante, se entregó a mí, despojada de cualquier máscara, y yo respondí con la fuga.

¿Por qué ahora, justo cuando acababa de abrirme su corazón?

Mi respiración se aceleró, entrecortada, como si el aire mismo se esfumara, dejándome atrapado en una asfixia interior. Cada inspiración era demasiado pesada, cargada con el peso de mis mentiras. Pero no era solo la culpa lo que me oprimía. Había algo más, algo enterrado bajo capas de negación.

Algo que me negaba a admitir.

Apreté los puños, sintiendo cómo mis uñas se clavaban en mis palmas hasta doler. Con la mandíbula tensa, seguí avanzando, pero el aire gélido no apaciguaba el torbellino dentro de mí. ¿Por qué había huido? No tenía nada que temer de ella. Nada. Era ella quien corría peligro, no yo.

Encariñarme con ella sería un error.

Una debilidad que no podía permitirme.

La noche me envolvía con su manto oscuro, trayendo a la superficie recuerdos pérfidos que creía enterrados para siempre. Como fragmentos afilados de un pasado doloroso, perforaban mis defensas, imponiéndose en mi mente. Clara. Su risa cruel, cortante como una cuchilla, aún resonaba, acompañada por el eco burlón de aquellas miradas que me habían crucificado en público. La humillación. La ardiente herida del desprecio, reduciéndome a nada.

No seas estúpido, Bastien.

Me repetí esas palabras una y otra vez, en un intento desesperado por convencerme. Pero las imágenes se negaban a desvanecerse. Mi propia mente parecía conspirar contra mí, encerrándome en un ciclo interminable de vergüenza y duda.

Mis pasos me guiaron sin que realmente decidiera hacia dónde ir. Tal vez la costumbre. O el destino, ese amo cruel de los corazones extraviados. Finalmente, me encontré frente a un pequeño estanque, escondido en un sendero olvidado. El agua, negra como la tinta, estaba tan quieta que parecía reflejar el alma del cielo nocturno.

Me acerqué lentamente, como atraído por una fuerza invisible, y me incliné sobre la superficie espejada.

Mi reflejo.

Durante años, había contemplado esa imagen con orgullo. Esa máscara que había forjado con mis propias manos. Bastien, el seductor, el inalcanzable, aquel que nunca dejaba entrever la más mínima grieta. Pero aquella noche, lo que vi me heló la sangre.

Mis rasgos estaban ahí, y sin embargo… faltaba algo.

El agua parecía vibrar bajo mi mirada, rompiendo la ilusión de perfección que tanto me había esforzado en construir. Mi rostro se distorsionaba, se deshacía bajo las leves ondulaciones. ¿Mi sonrisa confiada? Borrada. ¿Mi mirada segura? Ausente.

Todo lo que quedaba era un hombre que ya no reconocía.

Quise apartar la vista, pero no pude. Aquel reflejo turbio ejercía sobre mí una extraña fascinación.

Y aun así, una fugaz chispa de satisfacción se encendió en mi interior. Apenas un instante, pero real.

Lo había logrado.

Elena había cedido. Se había abierto, vulnerable, depositando en mis manos un tesoro precioso: su confianza.
Mi plan había funcionado.

Me enderecé ligeramente, intentando avivar esa sensación de triunfo, envolverme en la victoria. Pero la euforia se desvaneció tan rápido como había llegado, arrancada brutalmente por un dolor sordo, punzante, que se infiltró hasta lo más profundo de mi pecho.

Su sonrisa apareció en mi memoria. Esa sonrisa sincera, desprovista de cualquier artificio. Sus ojos, llenos de esperanza, brillando con una luz que jamás merecí.
Y yo… yo lo había pisoteado todo.

El contraste era insoportable. La satisfacción de mi victoria chocaba con una culpa creciente, una marea negra que ascendía en mi interior, amenazando con engullirlo todo. Cada vez que la sombra de un orgullo malsano intentaba resurgir, se rompía contra ese dolor opresivo, implacable.
Era un infierno.

Seguí caminando, mis pasos resonando sobre el pavimento mojado, pero con cada zancada, la lucha interna se intensificaba. Por momentos, una voz familiar se hacía presente, un susurro pérfido de un ego herido:
"La has hecho enamorarse. Tienes el control de la situación."

Ese pensamiento, dulce como el veneno, rozaba mi mente antes de desvanecerse, desplazado por una sensación mucho más profunda: el vacío.
Un vacío aterrador, insondable.

¿Por qué dolía tanto?

Me detuve bruscamente, con la mirada perdida en el horizonte brumoso. Mi corazón latía con fuerza, cada pulsación resonando como un martillazo. Siempre había creído que manipular los sentimientos de los demás me protegería. Que mientras yo tuviera las riendas, seguiría siendo invencible, a salvo de las heridas.

Pero con Elena, ese control se me escapaba.

Inspiré profundamente y, sin pensarlo realmente, mis pasos me llevaron nuevamente al estanque. El agua oscura, inmóvil, seguía reflejando el cielo estrellado. Pero cuando me incliné para observar la superficie, vi otra cosa.
Ya no era solo mi reflejo.
Era una versión de mí mismo que no reconocía.

Me acerqué más, escudriñando aquel rostro que el agua me devolvía. Mis facciones parecían duras, rígidas, como petrificadas por el tiempo. Mis ojos, antes relucientes de arrogancia, estaban vacíos. Sin luz, sin vida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.