Crucé la puerta de mi apartamento, dejando que el mundo exterior se desvaneciera tras de mí. El aire, pesado y viciado, se aferró a mi piel como una sombra persistente. No me molesté en encender la luz. ¿Para qué ahuyentar la oscuridad, si ya habitaba en mí?
Mis zapatos se deslizaron al suelo, abandonados sin ceremonia. Avancé tambaleante hasta la cama y me dejé caer. Inmóvil. Con los ojos fijos en un techo que no podía distinguir, devorado por las tinieblas.
El tiempo perdió su forma. Un minuto. Una hora. Tal vez más. No lo sabía. El sueño me rehuía, como si incluso él temiera aventurarse en el caos de mis pensamientos.
Así que me quedé allí. Atrapado. Prisionero en un cuerpo inerte, pero asediado por una tormenta silenciosa. Destellos de imágenes, fragmentos de recuerdos danzaban en mi mente. Un torbellino implacable, asfixiante. Demasiado. Todo era demasiado.
Y entonces, el techo se volvió un espejo. Invisible, pero cruel. Reflejaba las sombras de mis dudas, de mis miedos, dibujando grietas en esa tela imaginaria. Fracturas invisibles, tan profundas que parecían resquebrajar el aire mismo.
Pero en medio de aquella oscuridad asfixiante, su imagen se impuso.
Elena.
No lograba apartarla de mi mente. Sus palabras, sus miradas, todo lo que era ella giraba en círculos, como una sombra que se aferra a la luz. Sus gestos, tan sinceros, aún resonaban en mí, implacables y devastadores. Una verdad que no estaba listo para aceptar.
Y sin embargo, una idea persistía, obstinada: debía verla de nuevo.
No por amor. No. Me aferraba a esa mentira para no caer. Lo que sentía no tenía nada de noble, nada de puro. Era una herida abierta, un eco doloroso de mi orgullo hecho añicos.
La había seducido. La había conquistado. Pero, en mi cobardía, la dejé escapar. Esa certeza me atormentaba, me asfixiaba.
Quería encontrarla. No por ella. Por mí. Para cerrar esa grieta que crecía dentro de mí, esa fractura que amenazaba con devorarme.
Su rostro danzaba en mi mente. Sus ojos, su sonrisa, su silencio. Los veía ahí, proyectados en ese techo invisible. Líneas rotas, recuerdos entrelazados, espinas de arrepentimiento que se clavaban en mí.
Una escena se impuso: ella, en la cafetería, sumergida en su libro. Sus rasgos eran tranquilos, concentrados, casi admirables. Ese recuerdo, entre tantos otros, regresaba, insidioso. Sacudí la cabeza, invadido por una inquietud fugaz. Me negaba a ver en ello algo más que una debilidad a erradicar, un peligro capaz de resquebrajar mis certezas y dejarme expuesto.
La reparación. Eso era lo que buscaba. No una reconciliación, ni una segunda oportunidad. Una victoria. Una ilusión de control. Un bálsamo para esa herida invisible.
El sueño seguía escapando de mí, como una brisa fugaz, y me dejaba arrastrar por horas interminables, tejiendo escenarios en la penumbra. En mi mente, cada posibilidad se desplegaba, una red de esperanzas frágiles. Tal vez un azar. Tal vez una palabra, una sola palabra, capaz de reparar lo que estaba roto. Tal vez…
Pero una sombra de duda, insidiosa, se deslizó en la oscuridad de mis pensamientos. El miedo de perderme en esta búsqueda, de ver desmoronarse la imagen de mí mismo que había construido con tanto esfuerzo, crecía dentro de mí.
—Déjala. No vale la pena —susurró una voz, suave y cruel.
La aparté de un manotazo, como se espanta una mosca molesta, pero volvía, insistente, zumbando en el vacío. Insoportable.
Así que seguí adelante, obsesionado con esa idea absurda: encontrar el momento perfecto, las palabras capaces de reescribir la historia. Me imaginaba dueño de un juego en el que el azar no tenía cabida, donde cada movimiento estaba calculado. Tal vez fuera más fácil de lo que pensaba. Tal vez...
Pero la realidad, fría e implacable, se burlaba de mis ilusiones y mis cálculos.
Elena había desaparecido de mi vida, como una sombra esquiva que no podía atrapar.
No respondía a mis llamadas ni a mis mensajes. Su silencio no era una ausencia. No. Era un desafío, una provocación que yo era demasiado estúpido para ignorar. Se escapaba, y yo me negaba a dejarla ganar.
La busqué en todas partes, en cada lugar donde aún era posible encontrarla. El café donde nos habíamos conocido, convertido en un desierto sin sentido sin su presencia. Los pasillos del campus, donde solo encontraba rostros indiferentes. Incluso en sitios donde jamás habría puesto un pie, como un soldado en mitad de la batalla, esperando una respuesta, un rastro de ella. Pero nada. Nada en absoluto.
Me estaba evitando, lo sabía. Sus silencios habían cavado un abismo entre nosotros, un pozo sin fondo en el que me hundía cada vez más.
Y sin embargo, cada pequeño gesto de su huida solo alimentaba mi obsesión. Cada mirada evitada, cada movimiento en dirección contraria envenenaba la herida que yo mismo había abierto.
Ya no era un hombre, solo una marioneta atrapada en la ilusión de un juego en el que aún creía tener el control, aunque en el fondo supiera que hacía tiempo que había caído en su trampa.
Una semana se apagó en esa espera. Una semana de decepciones y sueños desgastados.
Cada mañana me despertaba con una certeza: hoy cederá. Hoy la veré.
Pero cada noche, esa esperanza chocaba contra el muro de la realidad, y me dormía un poco más cansado, un poco más derrotado. Una derrota que no era una derrota, sino un giro más en el juego. El juego. Así lo veía. No como un fracaso, sino como una prueba. Una parte de mí se negaba a aceptar que estaba perdiendo. Tenía que ceder. Tenía que volver a mí.
Había una solución. Una sola. Pero ardía en mis labios. ¿Debía realmente llegar tan lejos? No.
Cada silencio, cada ausencia, ya era una respuesta. La había dejado rechazarme. La había dejado cerrar la puerta. Pero en un rincón de mi mente, otra voz susurraba, insidiosa, como un veneno.
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Editado: 14.04.2025